Inocencia, de Penelope Fitzgerald
¿Recuerdan el sabor de un caramelo, de ese caramelo, que se disolvía poco a poco, con cara roce de la lengua, y que después, su aroma, su sabor, te acompañaba durante varias horas? Quizá la mezcla de comida y lectura siempre ha sido una parte importante en mis reseñas, me gusta que dos de mis placeres favoritos se junten y formen algún tipo de opinión más creativa. Pero, quizá, y sólo quizá, alguna vez se junten para formar algo distinto, algo para escribir porque te sientes inducido a ello, como amenazado ante la tenacidad de lo que nos han contado, que ha cubierto cada uno de los huesos, que ha vivido durante días en la recámara de tu mente, y que te ha hecho recordar por qué, sí dios mío, por qué, la literatura es algo tan esencial hoy en día. Porque Inocencia no es sólo un libro, que también, porque está claro que aquí se habla de libros. Lo que trato de contarles, lo que trato de hacerles visitar, sin dudas, sin tics nerviosos que destrocen este momento de sinceridad escrita, es que lo que aquí les presento, es algo de tan hondo calado, es algo tan divertido, es una golosina para el paladar de todo buen lector, que sería para mí imposible (y aun así lo estoy intentando) describir con precisión el viaje que me dispuse a emprender. Porque si se vive algo con intensidad, siempre lo he pensado, estará bien vivido, sin lugar a dudas.
Cuando escribir se convierte en un oficio, siempre he creído que no hay salvación posible. Dentro de ti, algo pugnará porque en cada instante, haya una historia que haga que un escalofrío recorra tus dedos y necesites contarla al mundo. Me sucede eso con Penelope Fitzgerald y con esta última obra que ha caído en mis manos. Se nota que hay algo detrás, sin poder ponerle un nombre concreto, pero sabes que según las páginas se suceden, van notando el paso de tus dedos, hay algo especial que guarda en su tipografía. Pero como todo oficio, el de escritor tiene aparejado otros muchos oficios, profesiones que no deberían caer en el menosprecio, sino que se les debería dar el peso específico. En este caso, alabo el gusto, y también el placer, que nos da la traducción que se ha hecho de esta novela, quizá una de las más exquisitas con las que me he encontrado en mucho tiempo, y que recuerdan a aquellos maestros de oficio que lo hacían todo con el mimo exquisito para que cada pieza, cada unidad en venta, fuera algo único. Gracias a Pilar Adón hoy todos podemos disfrutar de esta novela que, contándonos las andanzas de la joven Chiara enamorada del oscuro doctor Rossi, contribuirá a convertirse en uno de esos personajes deliciosos que a cada uno nos gusta encontrar en las novelas.
Pero Inocencia hay que beberla lento, hay que saborearla poco a poco, hay que estudiarla con la atención necesaria que se le pone a aquellos asuntos que nos despiertan la curiosidad. Desde el simple hecho de saber cómo es la vida en una Italia que ya queda lejos, hasta saber cómo la sociedad convierte en fútil un amor que podría haber sido para siempre. Penelope Fitzgerald sabía en todo momento cómo regalarnos momentos impagables de humor, de humor satírico dentro de sus novelas, pasajes que leerías una y otra vez, reflexiones ante las que solamente puede estar de acuerdo el lector ávido que lee con devoción lo que nos está contando. Ser escritor, lo dije una vez, y lo mantengo, es un ejercicio contra nosotros y contra el público. Nos pone contra las cuerdas y no tenemos más remedio que caer en las redes y enfrentarnos al oscuro deseo de la literatura. Oscuro por lo adicto que resulta. Pero también blanco porque nos cambia por dentro. Y es así, así es Inocencia, una novela que se bebe sola, una novela que como los néctares que bebían los dioses, regalaban momentos de verdadero placer a aquellos que sabían cómo disfrutarlos. Y de eso se trata, eso les animo a hacer, porque no me quedan más palabras bonitas, porque las agoto con cada frase que escribo. Beban esta novela a sorbos, disfrútenla como lo harían con ese caramelo que, cuando éramos pequeños, nos implosionaba en la garganta, en la boca, y con su sabor inundaba las horas posteriores a que hubiera desaparecido. Porque no hay mejor placer para los lectores que, como siempre digo, las cosas bien hechas, y en esta ocasión, una vez más, como siempre ocurre, estamos ante una bajada de sombrero, ante un adiós en el tren a alguien que se marcha, pero que sabes que va a volver, porque estoy seguro que, cuando menos me lo espere, volveré a caer rendido ante cualquier obra que aparezca, que me regalen, y que se atrevan a editar Impedimenta. Eso es lo que tengo seguro ahora. Y eso es lo único que importa.