Si tuviera que resumirle el sentido de esta interesante novela, plagada de reflexiones lúcidas que van acompañadas de mucha ironía y sarcasmo, de crítica social (y un poco de resentimiento también, todo hay que decirlo) sobre la gente de mi generación, la de los ochenta, le contaría que hace un par de meses me invitaron a una quedada de esas del colegio para rememorar no sé qué, y para recordarnos todos sin tripa o con menos culo. La promoción del 85, por el culo te la hinco, creo que la llamaron.
Yo decidí no ir, por supuesto, y luego estuve todo el día pensando si había tomado esa decisión por miedo a comprobar que los demás eran más felices que yo, que tenían más dinero, mejores trabajos o que vivían en un barrio mejor. Por miedo a ver si estaban menos gordos y tenían más pelo o si, por el contrario, lo había hecho para evitarme a mí mismo perder el tiempo participando del lamentable bochorno que supone darse cuenta de algo evidente: que todos somos unos putos mentirosos y que, en realidad, nuestras miradas desdeñosas dejan ver un pozo negro de amargura y desilusión más allá de los brindis y de las fotos de los niños en la pantalla del móvil. No obstante, podría haber una tercera causa de mi ausencia aquella noche. Que existiera la posibilidad remota (pero real, por qué no) de comprobar con estupor que, de entre todos aquellos capullos, yo era, sin duda, el que había salido mejor parado. Algo todavía más espantoso aún, dadas las circunstancias.
Bien, pues en este contexto de niños ingenuos con amistades duraderas que se convierten en adolescentes rebeldes y desnortados, pobres como las ratas; de jóvenes comprometidos y viajeros que busca (y creen haber encontrado) un tiempo después la llave mágica que abre las puertas del cielo (¡oh, capitalismo redentor!) o de estos adultos que somos ahora, persiguiendo sin descanso una felicidad porque no sabemos cómo construirla nosotros mismos, es en estos márgenes, decía, donde se mueve siempre Jávea, una nueva novela de Alberto Torres Blandina, escritor valenciano con mucho estilo y poseedor de una voz narrativa verdadera, auténtica y radical. La voz propia de esos que no tienen más remedio que andar siempre en la cuerda floja aunque se vistan todos los días de traje y corbata.
La historia de esta novela generacional, construida con bastante originalidad, se nos cuenta por boca del protagonista (también llamado Alberto, en clara alusión al carácter autoficcional del texto). Alberto es un tío de cuarenta y tantos, lógicamente. Un escritor sin mucho éxito que vive perdido entre sus sueños de juventud y su gris y anodina realidad en la España del siglo XXI y en ella, en esta historia realista (o en esta realidad histórica), se nos cuelan varias voces que dialogan constantemente con él, con su pasado y su presente, que se interrogan mutuamente y que le interrumpen o le corrigen, porque, como ya sabemos, una historia solo es real para el que la cuenta en primera persona. Pero, en realidad, en este ejercicio de recuperación memorística tan personal que nos propone el autor, todas estas voces que le ayudan a realizar el recorrido, lo que hacen es llevarnos a dar un paseo por la historia más reciente de nuestro país y por la de muchos de nosotros en particular.
Jávea es un certero y melancólico Manifiesto Redneck pero a la española, con esa dosis propia de costumbrismo rural de aquí, y la chabacanería que contiene a veces todo lo nuestro. Jávea es una especie de ensayo sociológico en forma de novela de todo eso en lo que nos hemos convertido esos a los que bautizaron como “los hijos de la transición”. Es un ajuste de cuentas con lo que nos prometieron que vendría después, con todo eso que nos pusieron sobre la mesa. Una confesión sincera sobre una juventud mochilera y dispuesta (o empujada) siempre a postergarlo todo. Jávea habla de la amargura que produce la madurez cuando miras tanto para atrás y no ves muy claro lo que hay delante. Es una radiografía de los porqués y una búsqueda del cómo. En esta novela, Alberto Torres Blandina se posiciona nuevamente en favor de los de abajo, de aquellos que no veranearon nunca en Jávea y rinde, por tanto, un homenaje a los que viven con la mochila siempre a cuestas, o con el contrato de trabajo pendiente de renovación.
Por consiguiente (como diría El Gran Facilitador de todo esto), si usted es padre o madre de un individuo cuarentón como Alberto (o como yo), no deje de leer esta novela y así sabrá lo que piensa su hijo cuando usted le pregunta por el trabajo. Si por el contrario, usted es un desgraciado o una desgraciada más (también como yo), leer esta novela le servirá para darse cuenta de que aquí, hay legión. Si usted no es ni lo uno ni lo otro, entonces quizá le vendría muy bien leerla. Sobre todo para intuir (puede que por primera vez) que Cambridge sólo es el nombre de otra puta ciudad de Inglaterra. Y que no es nada más.