Jerusalén: un retrato de familia, de Boaz Yakin y Nick Bertozzi
Una historia que nos demuestra que la guerra corta la libertad a unas alas que intentan despegar
El camino. El camino que lleva a una casa. Unas habitaciones que tiemblan con el sonido de las bombas, con los disparos que suenan a trompicones, de vez en cuando, rompiendo la paz familiar que reinaba segundos antes. Una familia que se mire de reojo, que no pronuncia palabras, porque el silencio es mucho mejor mensajero que cualquiera de las palabras. Unos oídos que escuchan cómo la guerra se acerca, como no se ha ido nunca, como el odio y el rencor son frutos que pudren el cesto lleno de ilusiones. Una época que los engloba a todos. Un lugar, un concepto, una idea que se convierte en tierra y en fuego, en sangre y en lágrima, en trincheras y balas perdidas. Una religión, o varias, que no se encuentran, que no se miran por el miedo a reconocerse. Y vuelve el silencio, roto por el siseo de una bomba que ha caído donde no debía, y una lágrima que resbala por la mejilla de un niño que no entiende de fronteras, que no entiende de guerras, que sólo entiende que en Jerusalén hay un sinsentido convertido en campo de batalla. La habitación que guardaba tantas vidas antes, ahora destruida. Y el camino. Que se llena de piedras, de cascotes, de las ilusiones que habían corrido por la puerta, de los amores que hubieran podido llegar, pero que no lo harán nunca más. Esto es la guerra, y no hay ojos que puedan cerrarse ante ella. Sólo queda sobrevivir. Sólo queda la mirada perdida de un cuerpo que ya no volverá a moverse.
Sobrevolando muchas veces, en los periódicos y en cualquier medio de comunicación, nos encontramos con noticias sobre el conflicto en Israel. Y como hace un tiempo comenté con una persona allegada, nuestra mirada occidental tiende a no ser capaz de explicar con claridad lo que sucede en esas tierras que, aunque lejanas, parecen estar a nuestro lado. Jerusalén podría ser una novela gráfica más de entre las muchas que han llegado a nuestras manos, pero eso reduciría las posibilidades que tengo de hablar de esta obra maestra. No sólo estamos ante un viaje, turbulento, lleno de fatiga, llena del sudor de la lucha por un pedazo de tierra, sino que estamos ante la vida de la familia, de las personas que son mucho más que la suma de las partes, de la clandestinidad, de un mensaje que llega contaminado por los caminos que la religión mantiene y perjudica a veces, de lo que un estado como el de Israel puede suponer para muchos de sus habitantes, de un conflicto que se reaviva por la chispa más pequeña, cuando las miradas y las palabras ya no son suficientes y sólo el humo y la pólvora son capaces de solucionar lo que se ha roto. Es una labor titánica para hacernos partícipes del destino de unos seres humanos que se esconden de sí mismos, que no encuentran descanso tras la fatiga de los sentimientos, que comparten el silencio en sus habitaciones, mientras en las calles, mientras más allá de sus ventanas cerradas el único mundo posible es el de un conflicto que ya nadie entiende demasiado.
La imagen que venía a mi cabeza mientras leía y observaba las viñetas de Jerusalén es la de una injusticia mayúscula, la de un mundo que explota una y otra vez y que no puede recuperarse de las heridas que, durante décadas, han llevo de unas manos a otras los seres humanos que lo pueblan. Y así, mientras uno desgrana las ideas que mantienen esta historia, esta obra ambiciosa, se da cuenta de lo difícil de la vida, de cómo estar en un sitio no te hace pertenecer a él, de cómo la identidad se pierde entre fogones de metralla, entre los recuerdos de un pasado que ya nunca volverá a ser el que era porque la memoria es caprichosa y cambia las imágenes que más nos convienen. No es sólo una historia, Jerusalén es la Historia, esa que se escribe con una mayúscula que tropieza con los mismos errores una y otra vez, que se conmueve ante las pérdidas, ante los cuerpos que caen, derrumbados por la violencia, ante la sombra que nos cobija a sus protagonistas en un callejón mientras sus ideales son más fuertes que el amor que sienten a los suyos. Porque en la lucha, en esta lucha, todo vale y nada se pierde, porque en realidad ya nada queda, ya nada será como imaginábamos que fuera a ser y sólo nos queda esa pátina de desesperación, de lágrimas resecas que hacen que el polvo de ese camino que nadie querríamos cruzar se pegue en nuestro cuerpo y no nos abandone hasta que no seamos eso mismo, polvo que llena el camino, polvo que se moverá con el viento, haciendo que olvidemos quienes somos y quienes podríamos haber sido. Porque Jerusalén no es sólo una historia, es todo lo que llevamos dentro.
ESTE AÑO HA HABIDO VARIOS LIBROS QUE ME HAN GUSTADO, PERO RESALTARIA
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