Todos conocéis esa sensación tan agradable que tenemos a veces al salir del cine, cuando hemos visto una película con personajes creíbles, entrañables, con una historia cotidiana, casi trivial, pero con ese toque que hace que la sintamos muy cercana. En inglés hay un término muy preciso para referirse a dichas historias: feelgood. Así, una película feelgood es una película que te hace sentir bien contigo mismo, con el mundo y con los personajes. Pensad, qué sé yo, en Amélie. Por su parte, no se me ocurre mejor ejemplo para un libro feelgood que este entrañable y divertido Juliette. Los fantasmas regresan en primavera, de Camille Jourdy. Y mientras os dejo que vayáis pensando en una traducción de feelgood (nada de dejarlo en inglés, por favor), hablemos un poquito de esta estupenda novela gráfica.
Juliette regresa a su pueblo natal en tren, el medio de transporte más adecuado para los fantasmas, que así pueden ir saliendo poco a poco de su escondite y empezar a colarse en nuestro recuerdo y, sobre todo, en nuestra vida. No sabemos bien qué dolor aqueja a Juliette, aunque su dolor físico parece ser reflejo de una herida en el alma. Por ello ha decidido regresar al lugar donde creció, donde una vez fue feliz y donde la vida de los que se quedaron, sus padres, hoy separados, su hermana y su abuela, sigue un curioso rumbo, entre la rutina y el vodevil, con unos personajes en permanente huida de la soledad.
Marylou, la hermana de Juliette, juega a un curioso y arriesgado jueguecito erótico con su amante. Su padre, por su parte, vive todavía amargado por el recuerdo de su ex, una señora excéntrica con ínfulas de artista que, aparentemente, consiguió escapar con éxito de esa vida provinciana que ha atrapado a todos los demás. Y mientras tanto, su abuela languidece junto a sus cada día más escasos recuerdos. Nada más llegar, Juliette decide visitar la casa donde creció, ahora ocupada por Georges, otro prisionero de la ciudad, un solterón que mata sus semanas en la taberna del pueblo, donde los días de suerte consigue llevar al huerto a una amiga con derecho a roce ocasional a la que nunca ha querido dar nada más que eso. Georges, a quien sus amigotes llaman Pólux, desfoga su pasión escribiendo cartas de amor a amantes imaginarias.
Así está el patio de nuestros personajes, al que llega una melancólica Juliette y al que Camille Jourdy nos invita a entrar con unas ilustraciones sencillitas, pequeñas, de color pastel, cuyo flujo de vez en cuando interrumpe con otras, preciosas, a página entera, donde podemos apreciar la sencillez de un jardín o la riqueza de detalles y el ajetreo de una escena en una calle del pueblo. Y aunque Juliette no parece darse cuenta, la vida del pueblo cambia con su llegada, así como ella misma cambia al enfrentarse a la soledad de su padre, a las locuras de su hermana, y, sobre todo, al conocer a Georges.
Terminamos la lectura de Juliette y comprobamos que, en efecto, nos sentimos mucho mejor con nosotros mismos y con el mundo. El rato que Juliette, Marylou, Georges y compañía nos han permitido pasar con ellos nos ha abierto los ojos a nuestros fantasmillas, que, por pequeños y humildes que sean, también pueden llegar a ser bastante puñeteros. Tenemos la curiosa pero no desconocida sensación de que un grupo de amigos nos ha ayudado a cambiar nuestra visión del mundo, si bien “mundo” puede ser una palabra demasiado ambiciosa. Digamos mejor que nuestra calle, nuestro jefe, el pesado del vecino, nuestro puto cuñado y ese familiar (¿nuestro padre, nuestro hermano?) con el que nunca hemos terminado de entendernos han adquirido de repente un curioso color pastel y que ahora hasta nos encontramos a gusto con ellos. Por lo que respecta a Juliette y compañía, una vez hayamos colocado de nuevo el libro en la estantería, los vamos a echar mucho de menos a todos.