Julio Ramón Ribeyro
No son buenos tiempos para los fumadores. Ribeyro lo llevaría mal, muy mal. Le encantaba escribir, beber, pero le gustaba más fumar. En uno de sus cuentos, Sólo para fumadores (Menoscuarto, 2009), el narrador (el propio autor, pues el relato es en gran medida autobiográfico) repasa su vida a través de su relación con los cigarrillos. Entre otros cita a André Gidé, quien en sus diarios dijo aquello de que escribir era un acto complementario al placer de fumar. Sin duda Ribeyro sintió esta frase como suya durante toda su vida, y no la olvidó, ni siquiera cuando supo que sería el cigarrillo el que lo apagase a él.
Nació en Lima en el verano de 1929, pero fueron varias las ciudades por las que el escritor paseó su triste y delgada figura. París, Madrid, Munich o Amberes vieron pasear ese pesimismo resignado que tantas veces parece desmedido, cuando no impostado (aunque, quizás, justificado por su salud enfermiza). Lo dice él mismo, quizás soy de aquellos que no pueden vivir sin un pozo de angustia. Esa angustia resulta en ocasiones fugaz y paralizante, como la que uno siente cuando tiene resaca, lo que tiene sentido, ya que Ribeyro era un bebedor asiduo, además de, dicho sea de paso, un nulo previsor económico. Ese carácter solitario y taciturno es sin duda uno de los motivos por los que su obra no es tan (re)conocida como la de sus explosivos contemporáneos, entre los que figuraban Vargas Llosa y Bryce Echenique, con quienes compartió amistad durante sus estancias en la capital francesa. Otro motivo de esa menor popularidad puede ser su predilección por el cuento, género en el que alcanza sus cotas más altas como escritor, dejando a un lado sus inclasificables Prosas apartidas (1975-1978), que él calificaba como pedazos de otras obras, de cuentos, de novelas, de diarios, y que son una magnífica muestra del talento del peruano.
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Escribió nueve libros de cuentos: Los gallinazos sin plumas (1955), Cuentos de circunstancias (1958), Las botellas y los hombres (1964), Tres historias sublevantes (1964), Los cautivos (1972), El próximo mes me nivelo (1972), Silvio en el Rosedal (1977), Sólo para fumadores (1987) y Relatos santacruzinos (1992), todos ellos recopilados en Cuentos completos (Alfaguara, 1994) y en La palabra del mudo (Seix Barral, 2010). Además publicó tres novelas: Crónica de San Gabriel (1960), Los geniecillos dominicales (1965) y Cambio de guardia (1976), dos obras de teatro, un ensayo titulado La caza sutil y sus diarios, a los que puso por nombre La tentación del fracaso (Seix Barral, 1992) y en los que volcó, con tierno desaliento, las habituales reflexiones que rondan la cabeza de un escritor que estaba enamorado de la escritura.
Porque si grande fue el vicio de fumar, casi a la par estuvo el de escribir. Hablamos de un hombre que consideraba la escritura como su manera de ser, su forma de pasar por el mundo. Y desde este lugar nos muestra un universo sórdido, defectista, poblado por
personajes desdichados, individualistas, marginados. Un universo que él veía como su única herencia posible:
Lo que quedará de mí será lo que escribo, y todo lo demás –eficacia en la oficina, brillantez en las reuniones sociales, etc.- carece completamente de importancia. Debo hacer lo único que sé hacer más o menos bien, lo que me agrada hacer y lo que otros no pueden hacer en mi lugar: Escribir mis historias boludas o sutiles, hasta reventar. Lo que ha quedado de él es una magnífica obra cuentística, una de las mejores en la
narrativa hispanoamericana del siglo XX, motivo suficiente para asomarse a las páginas de un
autor que supo vivir y escribir de una manera sencilla y sutil, ajena a los fuegos fatuos de la fama y la visibilidad literarias, fijándose en esas pequeñas miserias sobre las que le gustaba planear soberanamente con tan sólo encender un cigarrillo y abrir un libro. Dos vicios, lo confieso, que comparto.
Leo Mares
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No conocia este escritor, lo tendre en cuenta para mi vicio de la lectura.