La curiosidad se alimenta del exhibicionismo: por mucha gente que haya mirando, si nadie descorre las cortinas y enciende la luz, no habrá nada más allá que en la madrugada que otra noche de insomnio. Por eso vivimos en la época dorada del voyeurismo, en la que nuestra intimidad está expuesta como nunca y, al mismo tiempo, necesitamos alimentarnos de la intimidad del resto. Compartir es la palabra, el acto, que por arte de magia nos ha convertido a la vez en productores y consumidores de lo ajeno. ¿Queda alguna barrera en este intercambio planetario de momentos personales? ¿Es posible dar un paso más, encontrar una experiencia que nos introduzca de manera definitiva en las vidas del resto o permita que se introduzcan en la nuestra?
Sí. Solo es necesario un kentuki. Una especie de peluche con ruedas, cámara y micrófono. La última moda, o al menos lo es en la novela de Samanta Schweblin. Se compra, caro, su dueño lo enciende y casi al momento alguien completamente desconocido se conecta a él desde cualquier parte del mundo y lo hace deambular por la casa. Tiene sus particularidades: el kentuki (y por tanto quien está a ese otro lado) puede ver y oír, pero no hablar, y su movilidad está controlada de manera remota pero es reducida. Encerrado en un armario, por ejemplo, no logrará ir a ninguna parte hasta que su dueño lo saque o hasta que se descargue, momento en el que morirá.
Samanta Schweblin se inventa para Kentukis una tecnología que, de tan verosímil, podría estar a la vuelta de la esquina, y que encaja perfectamente con la dinámica de las sociedades modernas. Las formas de comunicación entre cada dueño y cada kentuki son propias y diversas. Hay dueños que prefieren no establecer contacto, otros tratan de establecer contraseñas simples y los hay que, más allá, se implican lo más posible con su contraparte, que puede resultar en Hong Kong o Oaxaca, en Berlín o Bangkok. Eso sí, la interfaz del kentuki incluye un traductor básico, lo que facilita las cosas en caso de contacto.
Con esta premisa, Kentukis va siguiendo en paralelo las historias de varios artefactos y sus dueños. Enzo, el divorciado italiano que enseña al kentuki de su hijo a cuidar de su huerto sin saber cuáles son sus verdaderas intenciones; Emilia, que lo recibe de su hijo, siempre ausente, como algo para entretenerse, y descubre al otro lado a una pareja de alemanes con unas cuantas sorpresas; o Marvin, que comienza en la vitrina de una tienda y termina uniéndose al movimiento de liberación kentuki. Cada una de ellas plantea o hace que el lector se plantee un montón de preguntas. Las más interesantes tienen que ver con nuestra relación con la tecnología: cómo ha transformado nuestra vida social, nuestro modo de interactuar con el mundo que nos rodea y nuestra noción de intimidad. Pero hay más: la soledad es un tema recurrente en todo el libro, como lo son la vejez, la falta de entendimiento entre generaciones y, cómo no, el deseo sexual o los celos.
Samanta Schweblin narra de manera perfecta. Cuidadosa con el léxico sin resultar abrumadora, ágil sin perder detalle, su prosa hace que las páginas del libro pasen volando y que se termine irremediablemente amando unos personajes y odiando otros. Eso sí, la desconexión entre las distintas historias convierte Kentukis, casi, en un libro de relatos, y es uno de sus principales defectos. Decir mucho más podría arruinar la experiencia de algunos lectores y no es la intención de esta reseña. Kentukis es una obra magnífica para ser descubierta sin anuncios previos, ideal para comentar, para sacar un tema de debate tras otro, que se disfruta mucho en compañía. Nos debería servir para quitarle las sillas de los cafés a los usuarios de Tinder y pasar la tarde, y la noche, debatiendo sobre lo que estas poco más de doscientas páginas nos quieren y nos pueden decir sobre nuestro futuro cercano.
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