Reseña del libro “La amante de Wittgenstein”, de David Markson
Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo, o algo parecido vino a decir Ludwin Wittgenstein en uno de esos aforismos que forman su famoso Tractatus filosófico. Aquello que no puedo contar, aquello que no puedo decir, no forma parte del mundo. No puedo decirte cómo es una vaca si nunca he visto una vaca. Ni tampoco puedo decirte qué es una vaca, sino solamente cómo es la maldita vaca.
O quizás era algo parecido.
Pero Wittgenstein, en este portentoso artefacto de estilo postmoderno en torno a cómo contamos quiénes somos y lo que pensamos que somos y que se llama La amante de Wittgenstein, se encontraría con que David Markson parece poner esta tesis (y algunas otras) en una especie de cuarentena.
Porque, ¿qué pasa con aquello que pude intuir que pasó en un determinado momento; con aquello que deseé que pasara o con aquello que sé a ciencia cierta que pasó pero nunca llegué a contemplar? ¿Qué pasa si me imagino, si llego siquiera a intuir, si tengo una ligera duda sobre que las cosas sucedieron por algún motivo distinto a lo que siempre creí (o creyeron) todos que las produjo? ¿Puedo recrearlo todo de nuevo y constantemente en mi cabeza? Y entonces, ¿es eso menos cierto que lo que de verdad vi que ocurrió, que aquello que llaman La Realidad? ¿No forma todo esto también parte de mí y de mi mundo? ¿No configuran todas estas cosas, las vividas y las no vividas, las certezas y las intuiciones, las dudas y las negaciones, lo real y lo imaginado lo que soy y lo que he sido? ¿No influye todo eso?
¿Y cómo es entonces este maldito mundo? ¿Dónde está La Realidad?
Sí, ya lo sé…Pero no me diga que no hay anestesia ni droga más sublime (y económica) que esta de los grandes y profundos libros. Buah.
Pero no, fíjese. No solo se trata de eso.
Ni mucho menos se trata solo de eso.
De hecho, mientras iba avanzando por el libro pensaba que eso era justamente lo de menos aquí. (Luego, otras veces, he de reconocer que he pensado lo contrario).
Porque sobre esta fabulosa premisa filosófica de la infinitud del mundo que hay en mi cabeza, de que todo puede estar contenido en ella, incluso lo que no conozco, sobre esta reflexión respecto a la dimensión divina de nuestra mente y blablabla, Markson fabricó, a finales de los años ochenta, una de las grandes obras de la literatura experimental estadounidense. Y esto no lo digo yo, que ya tenemos todos claro que vengo aquí a echar el rato.
Pero sí me apetece decir que La amante de Wittgenstein es, definitivamente, una maravilla formal, mucho más allá del contenido. Una genialidad de eso que venimos a llamar escribir literatura de verdad. Un regalo único para hacerse antes de que termine el año (pero no, y espero que me haga caso, para hacerse antes de irse a la playa).
Sí, este Libro es pura creatividad.
Es estilo y es vanguardia. ¡Estilo y vanguardia, ¿me oyes, escritor?!
Porque este Libro es el lenguaje y, sobre todo, EL LENGUAJE
Ya sabe: es El Cómo.
(Aunque ahora le contaré a usted también un poco del Qué).
¡Joder, definitivamente, este Libro es la Ostia!
¡Pues claro!
Este libro es El Cómo que es, a su vez, El Qué. Todo eso que usted y yo hemos hablado ya tantas veces (pero que no por ello me apetece menos recordar con los amigos).
La amante de Wittgenstein se convirtió rápidamente y como no podía ser de otra forma en una obra de culto, una novela encuadrada en esa corriente cultural (tan aclamada y denostada a la vez) que es el postmodernismo de la segunda mitad del siglo XX y que, quizás también por ello, sufrió la incomprensión del sector editorial y fue rechazada más de cincuenta veces antes de su definitiva publicación. Pues menos mal que hay gente cabezota…
Además, si usted es como yo, que tengo mis propios dioses, debe saber que David Foster Wallace definió esta (y le vuelvo a dejar espacio para ese sustantivo/adjetivo/onomatopeya/taco extasiado y asombrado que usted elegirá después de leer este libro para ponerlo aquí) novela, como una obra indispensable de la literatura experimental estadounidense del siglo XX. Y entonces, Amén.
Venga. Y ahora El Qué.
Alucine con el ingenioso Markson:
La amante de Wittgenstein es el inolvidable y melancólico y caótico y a veces divertido y trágico y lúcido (¿ya lo he dicho?) y tan inteligente e incesante soliloquio de una mujer llamada Kate que un día se sienta ante su máquina de escribir, desolada y también convencida de que es el último ser vivo sobre la faz de la tierra, y comienza la escritura de un incierto y lúcido (¿otra vez?) recorrido mental hacia ningún sitio en particular y hacia muchos en concreto, pero que nos presenta el mundo en su totalidad y todas las infinitas aristas del mismo unidas en una sola voz (la de su cabeza haciendo ploqui-ploqui sin parar).
Estamos ante un torrente de literatura tan descomunal que fluye por diferentes planos de una misma Historia: la propia y la otra, la del mundo (que también es la de uno, en realidad). La real (la que ha sido vivida), y la imaginada, aquella que solo ha sido intuida, quizás sugerida o soñada (y que surge, como siempre, de la primera). Las dudas, los miedos, las pesquisas, las certezas y las incertidumbres. Las meras reflexiones y los hechos puros. Incuestionables. La muerte. El dolor. El amor. El recuerdo. Las posibilidades. Las encrucijadas. El conocimiento (¡ y qué conocimientos!), las emociones…todo ese magma que flota y crece y que define el mundo de cada uno y el de todos en general.
¿Qué? No me irá a decir que eso se lo leyó antes a J. M., ¿verdad?
Este es un fabuloso e hipnótico viaje de puro deleite por el arte de la narración escrita. Sin más. No haría falta sacar otra conclusión tras su lectura. Como verá, usted va a viajar en la mente de Kate hasta los clásicos, hasta momentos concretos de la historia de la música o la pintura; a la vida de tantos grandes nombres de la Historia de la Humanidad. Y lo hará siempre engarzado a un pensamiento desbocado, triste pero muy hermoso, y lleno de extrañamiento (sí, esa es la palabra correcta) de una mujer cuestionándose a sí misma. La voz interior de Kate nos perfila, con mayor o menor vaguedad, a una mujer que soñó, viajó, amó y, finalmente, sufrió como nadie; que vivió escondida en los museos de las grandes ciudades y que escribe desde el fin del mundo, en una casa en mitad de esa isla indefinida y solitaria en la que cree ser la última de una especie inmemorial. Una mujer que se calentaba quemando cuadros, obras de arte y otros enseres del Metropolitan de Nueva York. Una loca, según nos dice en varias ocasiones. Igual que usted y yo.
Kate podría ser la amante de Wittgenstein pero eso qué más nos da. Quizás sea la consciencia de todos nosotros, la esencia de la vida misma.
Y nosotros, simplemente, ese barco de “Tormenta de nieve sobre el mar” que un día pintara J.M.W. Turner (y que se puede ver en la Tate Gallery de Londres) y al que ataron al mástil de un barco con el objetivo de pintar “no ya la tormenta en sí, sino una representación de la misma”.
Porque ¿de verdad esta mierda es el mundo, o es también una representación que hemos hecho del mismo?
¿Y el amor?
Ahí lo dejo. Para cuando vaya usted de camino al chiringuito.
Eso sí: este es, desde ya, el puto libro del año.
Feliz verano.