La analfabeta que era un genio de los números, de Jonas Jonasson
La risa, eso que hoy parece no valoramos en su justa medida, dicen que alarga la vida, que es beneficiosa para el corazón y que, además, provoca en la gente que nos rodea una sensación de bienestar muy comparable a la del sexo – y que conste que no lo digo yo sino que lo leí en alguna parte -. Si la risa, con todos estos beneficios secundarios, no se prodiga más por nuestros barrios es por culpa de la realidad, eso lo sabemos, pero será entonces tarea nuestra corresponder a lo más negro con otra visión y, si se me permite decirlo, a eso contribuyen mucho los libros. Uno puede ir en el metro – como suele sucederme a mí siempre que voy a trabajar – y reírse sutilmente por algo que ha leído o a carcajadas cuando ya es evidente que lo de andar disimulando ya no nos lleva a ningún sitio. Se puede, además, estar en una cafetería tomando cualquier bebida y empezar a notar cómo tu cuerpo reacciona a lo que está leyendo y empiezas a tener ganas de compartirlo con la persona que tienes al lado porque algo tan gracioso es imposible que no se comparta, es casi una obligación moral. En definitiva, muchas son las situaciones que un libro nos puede hacer vivir y que nos puede hacer crear otro punto de vista dentro de lo negro que es hoy el día a día. Una de esas lecturas, que bien por la providencia bien como regalo, hizo que yo me carcajeara limpiamente según iba leyendo fue La analfabeta que era un genio de los números por varias razones que, como todo buen mago en el arte de la ilusión, descubriréis cuando os hayáis leído la reseña. No todo iba ser un camino llano y sin baches. Pero al menos nos reiremos, de eso estoy seguro.
Nombeko podría haber sido una chica más que no llegaría a la edad adulta, sino fuera porque encierra en su interior un secreto: conoce los números y todas sus variantes como nadie. El azar querrá entonces que nuestra protagonista viaje y en su camino se encuentre las situaciones más surrealistas y los personajes más excéntricos que una chica como ella nunca hubiera pensado que iba a conocer.
La historia que guarda una lectura tiene su miga. Y lo digo yo que ya han pasado por mis manos este año varias y con cada una podría contar alguna que otra anécdota. Lo que aquí acontecerá, unido a La analfabera que era un genio de los números es lo que me sucedió en uno de esos intervalos entre los que leía y mi vida iba pasando con toda la rapidez que se le presupone a un día que tiene 24 horas y a unos segundos que corren como si les fuera la vida en ello. La versión oficial es que me pasé de parada y acabé casi casi llegando al quinto pino – es decir, lejos, lo que se dice lejísimos – de mi puesto de trabajo. La extraoficial es que me pasé todo el camino riéndome, que cuando me di cuenta me seguía riendo, que cuando llegué al trabajo me seguía riendo y mi jefe no se lo tomó muy bien porque había llegado media hora tarde, y que después, en los pequeños ratos en los que una librería me deja tiempo para pensar, me seguía carcajeando yo solo con las peripecias de Nambeko, con ese humor surrealista al que ya nos tiene acostumbrados Jonas Jonasson y que envuelve todo aquello que toca en una historia que, dentro del drama que puede llegar a ser, rezuma humor negro – sí, habéis acertado, del que me gusta – por los cuatro costados de su solapa. Parecerá que la vida, al margen de los libros, es una especie de pozo donde todo cae y nada vuelve a la superficie. Pero precisamente gracias a ellos, a los libros, o a libros como este que me trae a este teclado y a esta pantalla, uno se encuentra motivado para reír y para ver, aunque sea por un tiempo determinado, la vida de otro color.
Creo firmemente en el poder liberador de los libros. Lo he dicho más veces, pero no me cansaré de repetirlo. Cuando La analfabeta que era un genio de los números cayó en mis manos supe, ya desde ese título, que lo que encerraba esta historia era humor. Descubrí al ver la portada que era el mismo escritor de El abuelo que saltó por la ventana y se largó y entonces ya lo vi claro. Este y no otro era el libro que tocaba y que yo iba a disfrutar. Y lo hice, con creces. Con esa pasión que enarbolo a veces al hablar de los libros y que requiere algo tan sencillo como las ganas de compartir lo que me hacen sentir los libros. Uno puede ver la vida como una puerta cerrada todo el rato. De lo que nos olvidamos a veces es que hay que abrirla, nosotros mismos, para poder salir y disfrutar de lo que tenemos ahí fuera. Como este libro que, al final, es como la vida misma.