De pequeño tuve mucha suerte con mis abuelos: entre los cuatro sumaban tres pueblos de procedencia, por lo que mis veranos nunca fueron aburridos. Mi abuelo materno, de hecho, no nació ni siquiera en un pueblo; las calles que le vieron crecer fueron las de una pequeña aldea que aun hoy ha conseguido mantener su esencia. Desde pequeños, cuando íbamos a la aldea, sus nietos sabíamos que allí las reglas no eran las mismas que en la ciudad: no había televisión, ni Internet, ni móviles —en aquellos tiempos era por imposibilidad de acceso, hoy por resistencia poética—. Pero lo que sí que había (y era algo que nos encantaba) era un sentimiento de cercanía con prácticamente todos los vecinos, que hacía que nadie cerrase la puerta con llave salvo cuando regresaba a la urbe y que generaba que tu interés por la vida del resto de los veraneantes fuese mil veces más real que el que sentías por aquellos a los que veías a diario en tu barrio.
Un sentimiento parecido es el que me ha generado La ballena de St Piran, la última novela de John Ironmonger. Un relato que comienza con la extraña aparición de un hombre desnudo en la playa de un pequeño pueblo del condado inglés de Cornualles. Su llegada es noticia obligada, ya que Joe Haak entra en escena a lomos de una ballena, a la cual socorre todo el pueblo para devolverla al mar. Pero su revolución en la tranquila vida de los habitantes de St Piran no acaba ahí, ya que además este joven, programador informático de profesión e inventor de un eficaz software de predicción de resultados bursátiles, sospecha que se aproxima una gran catástrofe a nivel mundial, motivo por el cual decide poner todo de su parte para proteger al pueblo.
Es una novela que va claramente de menos a más, al menos en lo que se refiere a tensión narrativa. Ironmonger no tiene prisa en deshojar la trama; prefiere destinar las primeras páginas a construir un escenario detallado y creíble, con una cantidad de personajes más que elevada, a la que cuesta hacerse al principio. A esta dificultad contribuyen los múltiples saltos entre los recuerdos de Joe de su vida en Londres y su presente en St Piran, que, en ocasiones, especialmente cuando todavía no has memorizado los nombres de los personajes, crean algo de confusión durante la lectura. Pero como digo, a medida que vamos conociendo a los habitantes del pueblo y al propio Joe todo empieza a cobrar sentido y la novela te absorbe hasta el punto de que, al llegar a la última página, te deja con muchas ganas de quedarte un rato más en ese recóndito lugar.
Uno de los aspectos que me han parecido más atractivos de este relato es el progresivo proceso de desalienación que sufre Joe desde su llegada a St Piran. Ironmonger refleja muy bien los fuertes contrastes entre la ciudad y el pueblo, que todos aquellos que los hemos vivido, aunque sea por cortos periodos de tiempo, podemos reconocer fácilmente.
En lo que respecta a la trama, la historia principal pasa durante buena parte de la novela a un segundo para dar protagonismo a un complejo triángulo amoroso, que consigue crear un nuevo foco de atención sin caer en lo pasteloso. Esto, que a muchos podría parecer una mala decisión del autor, me parece un gran acierto en esta ocasión. Y es que una novela que supera las cuatrocientas páginas no puede —o, mejor dicho, no debe— mantener elevada la tensión durante todas ellas; eso haría que sus lectores acabasen taquicárdicos perdidos. La ballena de St Piran es lo que Busquets es al fútbol (forofismos aparte): un relato que sabe medir los tiempos, que compagina a la perfección momentos de giros inesperados y diálogos rápidos con otros en los que parece que no pasa nada interesante, salvo la propia convivencia y solidaridad entre vecinos que se conocen para algo más que para saludarse en el ascensor. Y así, en mitad de la calma y cuando uno menos lo espera, Ironmonger te hace un cambio de ritmo —o un giro potente de guion— y apareces, sin saber cómo, en mitad de una situación insospechada.
Una novela, en definitiva, que te hace empatizar con sus personajes, que consigue emocionar con algunos fragmentos de humanidad pura y que deja el deseo de que, si bien nadie quiere que se produzca una catástrofe como la que se narra, si ello llega algún día a ocurrir lleguemos a ser capaces de afrontarla de la misma forma que los habitantes de este pequeño pueblo costero.