La boda de Kate, de Marta Rivera de la Cruz
El amor se mide por las palabras que se dicen a lo largo de los años. O quizá eran los gestos, las miradas cómplices, los silencio con caricia. O puede que una mezcla de ambas cosas. El caso es que el amor perdura, sí, lo hace. A pesar de los años, a pesar de las aceras paseadas, a pesar de los cambios bruscos de temperatura, de los viajes inesperados, de los desengaños que nos hacen trizas. El amor perdura. Y vamos desgranando el tiempo, como si buscáramos en el mismo desierto esa parcela, pequeñita, que nos quite la sed que llevamos arrastrando lustros. Pero caminamos y caminamos, y lo hacemos pese a todo, porque sabemos que el amor perdura, que lo hace con fuerza, de una forma desordenada, de una forma casi mágica, cuando una puerta se abre un día cualquiera, de un mes cualquiera, de un año cualquiera, llevando hasta ti el amor de tu vida. El amor perdura, queridos lectores, y qué agradable es encontrarse con él en La boda de Kate. Un amor sin cortapisas, un amor que huele y se saborea, un amor con mucho tiempo a sus espaldas, que se reencuentra y se enlaza, como aquellas madejas de lana que son tan difíciles de desmadejar. El amor. Sí, el amor perdura. Y lo hace sin avisos. Porque no hay mensaje mejor que el inesperado.
Kate vive tranquilamente en Ribanova. Ha tenido una existencia plácida y ahora disfruta de las rentas que le ha dado el inesperado éxito de las obras de su tío Albert. Pero el tiempo sabe jugar sus cartas. Un buen día, aparecerá en su puerta aquel amor al que rechazó y del que estuvo enamorada desde los viente años. Aparece con una proposición: viene a casarse con ella, a cualquier precio.
Cuando yo contemplo las cubiertas de una novela siempre imagino, anticipándome, cuál será el argumento que me haga navegar por sus páginas. Y son pocas las ocasiones en las que, sea cual sea, sé que voy a dar con un premio seguro. Las novelas de Marta Rivera de la Cruz siempre han sabido llenar algunos espacios vacíos que venía arrastrando. Llámenlo destino, llámenlo romanticismo, pero el caso es que sus libros conseguían acompañarme en momentos importantes de mi vida y lograban, por medio de la palabra, cubrir ese pequeño agujero con algo extraordinariamente bello. Sí, no puedo describirlo de otra manera. Así que cuando vi que La boda de Kate había llegado a las librerías lo necesitaba. No era que quisiera leerlo, no. Era simplemente que lo necesitaba. Así que comencé mi andadura con él como quien busca el retorno a un hogar que llevaba mucho tiempo sin visitar. Ella sabe lo que se hace. Ella enlaza las palabras como si tejiera un traje que debe quedar perfecto, como esos pequeños maestros que abundaban tanto antes y que ahora escasean. Y puede que yo no sea objetivo, al fin y al cabo, ninguna opinión lo es, pero el caso es que esta historia de amores reencontrados ha sido una de las mejores experiencias de este último mes. Llámenme raro, llámenme romántico de nuevo, pero, ¿acaso existe algo más especial que nos hagan recuperar la fe en que algo bueno nos puede ocurrir a la vuelta de la esquina?
Porque sí, La boda de Kate es una historia de amor, pero también trata del destino, de ese azar que juega con nuestras vidas y que nos pone enfrente oportunidades que a veces rechazamos y otras las cogemos con fuerza, asiéndolas para que no se vayan, para que no se despeguen de nuestro cuerpo. Los sueños acaban por cumplirse, o eso dicen. Por ello acabar esta historia y darse cuenta que los finales felices pueden estar a nuestro alrededor, a la orden del día, esperando a que nosotros abramos los ojos de una vez por todas, es un sentimiento tan lleno de placidez, tan lleno del suspiro que llega cuando alguien ha hecho algo extraordinario y está orgulloso de ello, que sólo se puede gritar ¡enhorabuena!, a una escritora como Marta Rivera de la Cruz que endulza los momentos de lectura con el amor que llega desde un tiempo lejano, con la compañía de los amigos que se quedan a nuestro lado defendiéndonos a capa y espada, con historias que salen de un cajón que creíamos cerrado haciendo que todo salte por los aires, con mensajes que no se dicen pero sí se intuyen, con el amor por los libros (y por las librerías), por el sentimiento que nos une a aquellos que queremos, a los que buscamos como sus protagonistas un remanso de paz entre tanto alboroto, como si nos pudiéramos fundir en las calles de Ribanova, como una especie de Macondo cercano, un paisaje donde aprender a enamorarse, a solucionar nuestras propias equivocaciones y, en definitiva, a ser felices. ¿No es eso motivo suficiente para aquellos que luchamos, día a día, porque la lectura sea algo extraordinario?