Piensa en un libro que te haya marcado de un modo significativo. ¿Ya? Lo sé, hay tantos dónde elegir. Nos vemos desbordados de lecturas pendientes y no somos capaces de abarcar lo más mínimo. Aquel quot libros, quam breve tempus refleja fielmente nuestra zozobra por no poder leer cuanto quisiéramos. Yo tenía pendiente conocer algo de Sylvia Plath y no tenía ni idea de por dónde empezar. Llegó a mis manos este La campana de cristal y ya tengo respuesta a qué libro me ha marcado.
Es un libro gozoso donde los haya. Sí. Un sí rotundo a los libros como este de Sylvia Plath. Un sí rotundo a autoras como Sylvia Plath. Ella, que antes de amanecer sobre el suelo de la cocina con la cabeza metida en el horno, escribió joyas de este calibre y no las llegó a ver publicadas, debería haber gozado del reconocimiento que se merece. Porque libros como esta autobiografía enmascarada dejan ver el carácter y el humor ácido, la poesía y el temor de una artista genial. Un viaje a través del Nueva York de los años cincuenta asomados a la ventana, que digo a la ventana, desde las puertas bien abiertas que deja Sylvia para que seamos testigos de su crisis nerviosa hasta su internamiento en un hospital psiquiátrico.
La máscara será Esther Greenwood, una joven de apenas diecinueve años que jamás ha salido de su pueblo y que acaba de recibir una beca para trabajar como redactora en una agencia de moda de Nueva York durante un mes con todos los gastos pagados. Del hotel a la fiesta y de esta de nuevo al hotel, Esther narrará cómo pasaban sus días en una ciudad que la ponía mala, que le resultaba desagradable. Con diversos saltos narrativos en el tiempo iremos descubriendo aspectos del pasado de Esther: de su etapa de estudiante, del chico del que se enamoró, Buddy Willard, al que acabó odiando por convertirse en un hipócrita, de su primera vez, de lo extremadamente sola que se sentía, de lo que le preocupaba, de lo que le hacía sentirse mejor. Poco a poco se mostrará mejor a la persona sensible y llena de dudas que tan solo quería encontrar una explicación a aquello que le estaba pasando.
Con una narración cercana en voz de su protagonista, sentiremos el humor negro de la autora gracias a unas descripciones tan vívidas sobre los aspectos que le hacían sentir bien o mal, la vida o la muerte, las ejecuciones o el sexo, Nueva York o la locura. La poesía, presente en el ritmo y la estructura de algunos fragmentos, no hace más que embellecer una narración sublime.
La comparativa con El guardián entre el centeno, novela hermana, son indiscutibles. Se podría decir que Holden Caulfield miraba por la ventana de su hotel lleno de depravados mientras Esther Greenwood, tras abandonar el apartamento donde su mejor amiga se lo montaba con un chico y ella estorbaba en el sofá, lloraba junto a la ventana del suyo. Para establecer una comparativa más analítica donde encontrar relaciones y distinciones, hay que decir que la novela de J. D. Salinger se publicó en 1945, en tanto que la de Sylvia Plath lo hizo en 1963, tras la muerte de esta. Por lo demás, los comienzos, ambos de una calidad literaria exquisita —archiconocido el «Si de verdad les interesa lo que voy a contarles», de El guardián…— encuentra en La campana de cristal un digno contrincante:
«Era un verano extraño, sofocante, el verano en que electrocutaron a los Rosenberg y yo no sabía qué estaba haciendo en Nueva York. Les tengo manía a las ejecuciones. La idea de morir electrocutada me pone mala…»
Es del todo anecdótico que el comienzo arranque súbitamente con el temor a ser electrocutada y sea esa, precisamente, una de las terapias que se aplican en el hospital en el que acabará Esther.
Ambas novelas van a desarrollarse en los años cincuenta y en un Nueva York que, como ciudad de contrastes, mostrará el lujo y la decadencia. Tanto Esther como Holden comprobarán la falsedad de la gente de su alrededor y también la gente buena que les quiere ayudar, ambos tomarán las mismas precauciones, los mismos prejuicios, se inventarán vidas y personajes ficticios para pasar desapercibidos entre los que les rodean, experimentarán la misma ingenuidad e inocencia.
Si de verdad Holden y Esther se llegaron a cruzar en algún paseo por Central Park, en alguno de esos bares de hoteles a altas horas de la madrugada, cuando hasta la ciudad más grande del mundo dormita, o si tan siquiera llegaron a cruzarse al doblar una calle, no es posible constatarlo, pero como lector no harás más que desear que alguna vez hubiera ocurrido tal encuentro.
Excelente reseña. Magnífica manera de contar una historia sobre una historia sin desvelar la historia en sí…
Te quiero para mí, Jhonny.