La canción de Apolo, de Osamu Tezuka
Cuenta la leyenda que Apolo, en su intento por capturar a Dafne, de la que se había enamorado, asistió a cómo ésta se convertía en laurel, escapando así del hijo de Zeus y convirtiéndose en mito desde aquel mismo instante. La búsqueda del amor, la necesidad de sentirlo y vivirlo en las propias carnes, la comprensión de cómo nuestros traumas de la infancia siguen su curso hasta nuestra adolescencia, y en realidad, flotando alrededor, gira ese eterno sentimiento que hace que nazcan las más bellas – y aterradoras – historias que llenan el imaginario colectivo de todos los lectores. Puede que para muchos de los que os encontráis al otro lado de la pantalla, un manga como La canción de Apolo no sea la primera de las opciones a la hora de empezar una nueva lectura, pero eso desde luego es porque no lo conocéis. Quizá yo, que no consumo demasiado este tipo de textos, me haya visto sorprendido hasta la extenuación por todos los pequeños detalles, por la monstruosidad de una obra que lo contiene todo y que conmueve desde el primer atisbo y que acaba por desmontar todo lo conocido cuando las imágenes van sucediéndose y la historia cobra la forma perfecta, esa cuadratura del círculo impoluta que convierte a esta obra de conocimiento, de madurez, de descubrimiento de nuestros propios sentimientos y sexualidad, en una de las grandes obras de uno de los autores más reconocidos en el mundo del manga (y si se me permite, debiera serlo en el mundo de la novela en general, porque esto no es sólo un cómic, lo que tenemos aquí es un argumento tan bien formado que pocas veces nos encontraremos algo así). Pero me adelanto, y no os he hablado de lo que realmente importa: ¿qué hay dentro, qué podemos encontrarnos que tan especial hace esta historia?
Debido a los traumas sufridos en su infancia, el joven Shôgo siente un profundo odio a cualquier manifestación de amor, sea de la forma que sea. A través de sus consultas psiquiátricas, y con la ayuda de una presencia divina que le guía, irá descubriendo que aquello que creía ausente en su vida, sólo necesitaba de la llave justa para abrir su puerta.
La fuerza de una historia es la que contribuye a que un lector se sienta tan atrapado que no pueda dejar que sus ojos se despisten ni un solo momento de sus páginas. Empecé esta lectura a las 19:00 p.m. de un día cualquiera, con el sol reflejándose en las ventanas, y con todo el tiempo a mi alrededor para ir disfrutando poco a poco de lo que me proponía La canción de Apolo. Fue a las 21:00 p.m. cuando descubrí que no sólo me había olvidado de cenar, sino que tampoco me importaba haberlo hecho porque la sensación de plenitud era tal que creía haber estado leyendo un clásico como pocas veces me he encontrado en esta vida. Osamu Tezuka, reconocido autor por innumerables obras, puso aquí, como suele decirse vulgarmente, la carne en el asador, disfrutando del juego de luces y sombras y descubriéndonos la historia de Shôgo, de un chico que tiene prohibido amar, y que descubre en la violencia la única salida para poder superar la tensión que lleva tan dentro, tan arraigada, que es imposible sobrevivir mientras siga viviendo. Pero el amor, en esa suerte de comunión de dos cuerpos que convierten un sentimiento en una vida futura, siempre acaba por sobreponerse de alguna forma. Quizás, si tuviéramos que hacer un barrido global por esta obra, diríamos que ese es el gran lema de lo que se nos cuenta, pero reptando, como una serpiente que se enrosca en nuestro cuello y no nos suelta hasta que nos hemos dado cuenta, contiene elementos de crítica, imágenes oníricas reflejo de la sociedad que vivía en los años en los que fue creada la obra, y un sin fin de detalles que son importantes para entender una lectura que se ve inmensa.
Convertir un silencio en algo bello, como si una explosión hiciera acto de presencia dentro de nosotros y arrasara con todo lo que conocíamos, eso es sólo una de las consecuencias que La canción de Apolo consigue y que además yo reivindico. Hay que dejarse llevar más veces por algunas historias que nos sorprenden, que nos dejan exhaustos, que nos arrojan al abismo para levantarnos tiempo después. Porque en el amor siempre existe una especie de batalla y comprender sus normas sólo nos corresponde a nosotros. Aunque en ello acabemos sin un solo rastro de aliento.