No me queda más remedio que comenzar esta reseña reconociendo que hablar de La casa en los confines de la Tierra, de William Hope Hodgson, no va a serme fácil, pues ni la lectura lo ha sido ni creo que mis conocimientos literarios alcancen para hacerlo como se merece. Pero como dudo que sea la única lectora que se sienta indefensa al enfrentarse a esta novela, pienso que mi opinión sobre ella será de alguna utilidad.
Para poneros en situación, os diré que a William Hope Hodgson se le considera el precursor de la literatura moderna de terror y ciencia ficción y que ha inspirado a autores como H. P. Lovecraft. Y yo de Lovecraft solo he leído un relato corto. ¿Por qué? Porque nunca me he sentido preparada para adentrarme en su horror cósmico. Pero precisamente horror cósmico —o lo que yo entiendo que debe de ser el horror cósmico— es lo que he encontrado en esta novela de William Hope Hodgson. Y como preveía, la experiencia ha sido… incómoda.
En un primer momento, La casa en los confines de la Tierra nos presenta un esquema clásico de historia dentro de otra historia: en el año 1877, dos amigos, Tonison y Berreggnog, deciden pasar sus vacaciones en Kraighten, una aldea al oeste de Irlanda que ni siquiera figura en los mapas. Allí se topan con las ruinas de lo que en su día fue una gran casa y con un manuscrito ajado por el tiempo, titulado La casa en los confines de la Tierra. Con su lectura del misterioso manuscrito entramos en la segunda historia, la que relata a modo de diario un viejo solitario, que vivió en la casa desaparecida, junto a su perro, Pepper, y su hermana, con la que apenas se relacionaba.
En este segundo relato, historia central de la novela, se diferencian dos partes. Por un lado, está la que podríamos denominar horror material: el descubrimiento, en las inmediaciones del lugar, de unas extrañas criaturas —que el protagonista identifica como Kali, la diosa hindú de la muerte, y Set, el Destructor de Almas—, y el posterior asedio a la casa por parte de unas horribles criaturas, mitad cerdos y mitad humanas. Por otro lado, el que, creo, encajaría con el concepto de horror cósmico: un viaje astral del hombre, en el que se aboca a la inmensidad del universo y la eternidad. Esta segunda parte es prolífica en descripciones y me abrumó de una forma que no recuerdo que haya hecho ninguna otra lectura. Si William Hope Hodgson quería desasosegar y hasta desorientar al lector, conmigo lo ha conseguido. Y para aumentar todavía más el desconcierto, encima juega con la elipsis, escudándose en que en el manuscrito encontrado por Tonison y Berreggnog hay páginas ilegibles o mutiladas.
La lectura de La casa en los confines de la Tierra no ha sido agradable, y no digo esto como algo negativo, al contrario: estoy convencida de que la buena literatura, muchas veces, debe dejarnos en caída libre. Parafraseando al propio William Hope Hodgson, diría que esta novela levanta el velo de lo imposible que ciega la mente para atisbar lo desconocido. Y, como no puede ser de otra manera, lo desconocido incómoda, desasosiega, desespera. Por eso, aunque no seáis seguidores de este tipo de terror, os recomiendo leer La casa en los confines de la Tierra, porque nunca está de más salir de nuestra zona de confort. Y para los que sí os guste la literatura de este género y aún no conozcáis a William Hope Hodgson, no lo dejéis pasar. El escritor que inspiró a Lovecraft se merece tanto reconocimiento como su célebre discípulo.
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