Un padre. La figura de la que provenimos. El hombre que unió su destino al nuestro desde que éramos pequeños y que, como si estuviera atado con un hilo invisible, permanece ahí, al lado, incluso en las ausencias, aunque no lo pretendamos. Un padre. Y todas las imágenes que ello conlleva. Como si de un río que, fluctuando, volviéndose invisible a veces, anegándolo todo otras, crea instantes que recuperaremos, que guardaremos en la memoria, para que el olvido no arrastre aquellas imágenes que llevamos con nosotros. Un padre. Que a su vez es una historia, una vida, una existencia. Y como en todas ellas, diferentes versiones de un mismo hombre, de una misma figura, que trasciende el simple hecho de la sangre, o de los lazos familiares. La casa no es sólo una novela gráfica, también es un homenaje. Un ir y venir de recuerdos que, como las grietas de un hogar, intentamos reparar para que el aire que nos dio la vida no se escape por los rincones de la desmemoria. Un padre, repito, y en ese padre todo un mundo.
Tres hermanos se unen en la casa paterna. Su padre ha muerto y en esos días recuperarán los recuerdos que creían haber olvidado, las escenas de una vida que no fue trágica pero tampoco amable, y que les provocará la necesidad de entender a un hombre que lo dio todo por sus hijos, aunque no dijera nada.
La figura del padre ha sido una constante en la literatura. Su muerte, los recuerdos, los lazos que nos unen a nuestros progenitores. Paco Roca se aleja, de alguna manera, de las grandes proporciones que utilizara en Los surcos del azar para traernos una historia más íntima pero no por ello menos intensa. Es en ese ir y venir de viñetas, en esos silencios que a veces aparecen cuando alguno de los personajes recuerda un instante, cuando el autor nos deja callados, como esperando ser nosotros mismos los que nos llevemos nuestros propios recuerdos. Un paso sosegado por toda una vida, pero a la vez un paisaje escarpado y lleno de la tierra que, al removerse, suelta todo aquello que había querido esconder. Estamos ante un Paco Roca que nos muestra todo, que no se esconde tras un dibujo para contarnos lo que no se ha atrevido nunca a contar. Una desnudez que duele, que se palpa como quien estuviera asiendo la mano de su padre y éste le llevara por toda su infancia. Un fantasma del pasado. Una sombra que, como un árbol que ha permanecido vivo durante demasiado tiempo, quiera soltar su último aliento para después dejar que el silencio sea el que hable. No es, por tanto, simplemente una novela gráfica como decía, sino también un homenaje a un padre que no es perfecto, pero que no tiene necesidad de ello porque su forma de querer es la única que comprende.
Aquellos que ya sintieran el latigazo de la emoción con Arrugas comprenderán con La casa que aquello era sólo el principio, el inicio de un camino que se bifurca pero siempre avanza, y en el que Paco Roca nos descubre, una vez más, que poco importa si el tamaño de una historia es mínimo, cerrado, como una habitación minúscula donde no entran todos los personajes. Lo importante aquí, en esta historia de lágrimas que limpian lo que quedó impregnado por la suciedad de los recuerdos, es observar y entender que lo que se nos cuenta, lo que se encuentra en el intervalo entre el sonido de la vida y el silencio de la muerte, es donde caben todas aquellas narraciones que no hemos sido capaces de contarnos a nosotros mismos. Un padre. Una familia. Y todo un universo a punto de explotar.