Es el tercer libro que leo este año de China Miéville. Y no me canso. Las nuevas ediciones de la trilogía Bas-Lag que está publicando Nova es justicia divina aplicada al mundo editorial. Están cuidadas, están revisadas y permiten que mucha gente conozca la saga gracias a la cual el autor inglés ganó su fama internacional. Si bien es cierto es que las conexiones entre libros es bastante sutil y siguen una correlación temporal, cada libro puede leerse como un historia independiente. La magia oscura del primer libro se ratifica aunque va por otros derroteros. Frente a la claustrofobia urbanística del primer libro, nos enfrentamos ahora a la agorafobia del espacio marítimo infinito. Y es que la gente de Nova no ha podido elegir mejor momento que éste para publicar de cara al verano esta segunda parte oceánica y retorcida como pocas.
Bellis Gelvino tiene que huir de Nueva Crobuzón por asociaciones indebidas. Y Nova Esperium es el destino idóneo. Una colonia a cientos de millas que está separada de su hogar por mar y tierra. Claro que en su plan perfecto no cuenta con lo inesperado de un abordaje que la obliga a replantearse sus lealtades y la enfrenta a las vicisitudes de todo comienzo. Una vida nueva en la ciudad flotante que la retiene no como esclava, pero sí como cautiva. Y es que en Armada todo el mundo puede empezar desde cero sin importar quién es y de dónde viene, pero teniendo en cuenta que ¿hacia dónde va? ya no es una decisión que recaiga sobre uno mismo. Y aquí, ajenos a cualquier paraje conocido, es donde Miéville enciende su máquina de crear maravillas y nos sorprende con búsquedas de criaturas marinas del tamaño de continentes, nos muestra la voluntad férrea de un raza de tritones poco sociales o despliega todas las posibilidades de existir que tiene cualquier objeto. Las Posibles Versiones de todo lo que nos rodea.
La cultura de Armada, rica en matices y con un sistema de gobierno sólido y democrático, tiene un carisma imborrable. Sin embargo, la traición por salvar ese lugar en el que pensamos como nuestro hogar, pone en entredicho la flotabilidad de esta comunidad nómada que roba, caza, secuestra y reinserta individuos. Una ciudad que alberga ese tipo de amor que deja surcos en todo lo que somos. Una isla a la deriva que marcará a Gelvino a fuego lento mientras hará arder a un ritmo imparable todas las murallas que la fugitiva había construido en torno a sí misma.
Al pensar en una aventura marítima de caza y obsesiones compulsivas es inevitable dejarse caer por el clásico de Melville. Y es que si en aquella aventura emblemática teníamos a un ballena blanca huidiza y gigante, aquí tenemos un avanc. Una criatura procedente de otra realidad que se asoma a este lado del universo muy de vez en cuando a través de las profundidades marinas de nuestros océanos. Este homenaje a su casi homónimo no es casualidad. Y ocupa gran parte de la trama de La Cicatriz. Pero no es la única criatura oceánica con la que vamos a toparnos. La novela de Miéville, es todo un compendio en cuanto a fantasía sumergida se refiere y no escatima en gastos formales ni de contenidos.
Las descripciones de continentes, barcos y abordajes harán las delicias de los fanáticos del género pirata. Claro que hablando de Miéville no podemos dejar de lado los matices sociales de su obra, y es que la política, el peso del individuo y las decisiones que los gobernantes toman sin contar con el pueblo cobran en esta novela una importancia primordial. Miéville habla de democracia en todas sus vertientes. Y ni siquiera el género fantástico puede salvar a esta forma de gobierno de sus propias carencias. Dejando claro una vez más que Miéville no es un autor de ciencia ficción o fantasía, sino un analista certero de la realidad que nos rodea con una capacidad metafórica digna de ser estudiada.
La Cicatriz, como ya he mencionado más arriba, es un gran ejemplo de cómo a veces es dificilísimo llevar una gran idea a buen puerto. No puedo sentir más fascinanción por el sistema político implantado en Armada, una ciudad-barco dividida en pequeños distritos donde conviven todo tipo de dirigentes y sistemas de recaudación, pero en el que todo se sustenta gracias a una democracia participativa. Un comunidad en la que los problemas comienzan cuando los que están en el poder empiezan a obviar la aprobación del pueblo en sus proyectos. Cuando este todo para el pueblo, pero sin el pueblo empieza a fragmentar la confianza y la continuidad de la ciudad en sí.
Y es que queda ampliamente claro en la novela de Miéville que el poder corrompe, que el estatus político siempre acaba hundiendo las buenas intenciones y que la rotación de aquellos que se sientan en el trono es necesaria. Nada nuevo pero que, sin embargo, en las manos del autor inglés estas ideas acaban por sonar pertinentes. Principios básicos que todo individuo que forme parte de algo más grande no debería olvidar para evitar que su futuro, ese buque insignia en el que uno avanza, se vaya a pique.