Reseña del libro “La condesa sangrienta”, de Alejandra Pizarnik
Otra de las “malas mujeres” famosas por la interpretación que de su leyenda ha hecho el patriarcado. Menos mal que hay Alejandra(s) Pizarnik por el mundo para releer estos mitos. Gracias también a ediciones como la de Libros del Zorro Rojo que entrelazan el texto con las ilustraciones de un siniestro pero acertado Santiago Caruso con esa cumbre en forma de epílogo de María Negroni. La condesa sangrienta es “también una reflexión alucinatoria sobre el acto de escribir”.
Aplaudo esta interpretación simbólica donde la crueldad, el sadismo y la mezquindad achacadas a La condesa sangrienta se lean desde la “tortura” que implica producir un texto escrito. Como dice Negroni: “¿No será la cripta, que atesora el cadáver de la primera joven, un espacio equivalente a un aguantadero, un baldío lleno de textos-escombros a robar?” Y un poco más adelante: “La escritura es siempre un recurso de la desdicha y un anhelo de perder el rostro”.
Por otra parte, la perspectiva de la leyenda que trae Pizarnik con la investigación de Valentine Penrose, ¿no podría ser una proyección de la incomprensión de un mundo fuera de su tiempo? Con otras, me imagino a La condesa sangrienta no como una demente asesina, sino como una mujer libre, con el suficiente poder para esconder en su casa a otras “doncellas” con ansias de libertad, o incluso de otras prácticas sexuales. Ya sabéis que a la libertad la han llamado “diablo” y cosas de “brujería”. Seguramente su hechicera Darvulia no sería más que una buena amiga con la que se iba de fiesta, aunque otras dijeran que se daban baños de sangre para conservar su juventud. Lo que viene siendo estar llena de vida y luz.
Cuanto más lo releo más me parece ver en cada una de las torturas una deliciosa crítica a mecanismos de opresión desde lo simbólico. La virgen de hierro, más que un sarcófago con pinchos, representaría las grietas que permiten la liberación de esos estereotipos de santas con las que han aguantado tantas mujeres y niñas. Muerte por agua, pondría en valor el aspecto purificador y catártico del líquido en tantos rituales de todo el mundo.
Y respecto al marido, ¿qué harías vosotras si fuerais inteligentes y con anchos deseos y os casaran a los 15 años con un energúmeno? Sumado a esa pulsión femenina que le apartaba de todo lo masculino. Lesbiana o asexual, lo que estaba claro era que no quería entrar en el canon heteropatriarcal normativo y por eso en su espejo solo veía una deformidad que tenía que asumir por las noches. “No hubo sino mujeres en sus noches de crímenes” (p. 33). Hasta hace muy poco -y aún hoy en demasiados sitios- desear a una persona de tu mismo sexo era condenado al mismo nivel que matar a otro ser humano.
Las ilustraciones de Caruso son verdaderas obras de arte. Mis preferidas son las de doble página y las del castillo, en particular, la del laberinto en el que se enredan sus raíces -o genealogía- con sus cabellos -o alas- para volar mostrando a La condesa sangrienta desnuda arrinconada en ese momento existencial por el que seguro has pasado donde debes decidir qué camino tomar, pues ni la tradición ni el futuro que se espera de ti, te sirven como guía. “Le fascinaban las tinieblas del laberinto que tan bien se acomodaban a su terrible erotismo de piedra, de nieve y de murallas” (p.49)
Por último, la sirvienta Dorkó que ejecuta las torturas, simbolizaría la “diosa doble”. Por un lado, La condesa sangrienta observa y señala. Por otro, Dorkó pone en marcha lo ordenado. ¿Acaso no es esta la dualidad del ser humano? Esa permanente grieta entre lo pensado y lo actuado, entre lo que miras y te gustaría hacer y lo que finalmente ocurre o acontece. La epilepsia que le atribuyen a la condesa como consecuencia de la endogamia de los Báthory me recuerda a la de la película del Exorcista, que como bien señalan tanto María Hesse, en Malas mujeres, como Desireé de Fez en Reina del Grito, recuerda mejor a los movimientos producto de la rabia por la incomprensión y la dominación de un sujeto que solo quiere volar libre.