El fin justifica los medios, o eso dicen. Pero a mí me cuesta creer que con medios mezquinos se alcancen fines nobles. La Historia está plagada de ejemplos que lo demuestran, y uno de ellos es lo acontecido durante la invasión napoleónica de España en 1808, donde unos y otros decían luchar por la libertad, aunque escondieran objetivos muy diferentes.
La cruz blasfema cuenta cómo las tropas napoleónicas entraron en Madrid cuando Fernando VII apenas llevaba dos semanas de rey, tras la forzosa abdicación de su padre, Carlos IV. Pensaba el monarca que los franceses le ayudarían a consolidar su posición, pero los madrileños pronto notaron que aquel ejército se comportaba más como enemigo que como aliado. La falta de abastecimiento y los altercados iban caldeando el ambiente y, mientras tanto, el clero y sobre todo la Santa Inquisición se temían que la ilustración y el laicismo francés trajeran la miseria moral al respetable pueblo español. ¿Iban a consentir semejante decadencia? Por supuesto que no. Se servirían de sus púlpitos y homilías para concienciar a los madrileños de la necesidad de combatir a los franceses; el derramamiento de la sangre extranjera sería un acto de redención a los ojos de Dios. Mientras tanto, ellos se encargarían de recuperar el patrimonio que las tropas francesas estaban saqueando en los palacios reales para sufragar los gastos de su ansia invasora, porque, ya se sabe, quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón, y dónde van estar mejor las riquezas que en manos de los fieles siervos del Altísimo.
Con una excelente ambientación del Madrid de principios del siglo XIX, José María Cuadro se sirve de datos históricos para construir esta ficción donde Beltrán, el alguacil mayor de la Casa y Corte que vive amancebado con una antigua prostituta, el mosén Antón y doña Virtudes, Grande de España, tendrán que descubrir a los culpables de varias desapariciones y asesinatos y poner a salvo unos documentos que comprometen a la Corona de los Borbones, guardados en un cofre cuya clave se esconde en la Mesa de los pecados capitales del enigmático pintor El Bosco, a medida que el hastío ciudadano va desembocando en rebelión. Aunque los personajes son fruto de la inventiva del autor, se tornan reales ante nuestros ojos y nos convencemos de que unos no muy diferentes a ellos lo vivieron en realidad y que las cosas sucedieron de forma muy parecida a cómo nos la cuenta José María Cuadro. Todos estos elementos hacen de La cruz blasfema una adictiva novela, escrita con una prosa muy cuidada y con unos toques de ironía que me trajeron a la memoria a Juan Eslava Galán.
Uno de los mayores encantos de La cruz blasfema es que está plagada de detalles sobre el Madrid de aquella época (la mención de calles ya desaparecidas, y tremendamente curiosas, como Salsipuedes, Enhoramalavayas o Aunqueospese, el hablar de su gente o los hábitos gastronómicos con incipientes influencias francesas) que, además de dotar de realismo a toda la historia, consiguen trasladarnos a ese momento histórico. Pero la acción no solo se desarrolla en Madrid, ya que los protagonistas deberán trasladarse a Valencia, ciudad que vivió un episodio decisivo en la invasión francesa y que es el escenario protagonista en el tramo final de la novela.
La cruz blasfema es una novela histórica, policíaca y costumbrista que nos hace ver que resulta tan cuestionable enarbolar la bandera de Dios, Patria o Rey como otras más terrenales y personales, si el camino para defenderlas es someter a todo un pueblo, sea propio o extranjero.