La décima sinfonía, de Joseph Gelinek
Si uno cuenta todas las novelas que ha tenido en su haber desde que empezó a tener uso de razón – y, desde que la obsesión por la literatura hizo acto de presencia, me aventuro a decir -, se dará cuenta que cuando intenta hablar de ciertas novelas tiene que hacer una especie de parada y pensar en cómo ponerse a hablar de ella. No es por una cuestión de negatividad ante lo que ha leído – aunque a veces sí, para qué negarlo – pero cuando la lectura se ha convertido en un sinónimo de diversión, de ver tu tiempo dispersado entre las intrigas de una historia negra, es indispensable tener conciencia de que aquello de lo que hablamos es algo importante. La décima sinfonía hizo sucumbir a este humilde lector, en una sola tarde, a las vicisitudes de una novela policíaca que se leía rápido, que se leía como si no nos diéramos cuenta que estamos leyéndola, y cuando terminó intenté darme cuenta que llevaba cuatro horas seguidas leyendo, sin parar, porque quería descubrir lo que sucedía al final. Casi diría que lo necesitaba, que mi cuerpo estaba sumergido en una especie de agua tibia en la que me sentía tan a gusto que era imposible salir de él por mucho que lo pretendiera – y, creedme, hubo un momento en que mi madre se acercó y me miró con cara extraña porque mi posición, en todas esas horas, no varió un ápice -. Pero como hay que hablar de todo, y no sólo de estos aspectos introductorios, vayamos a lo que interesa, que es lo que hay en el interior de la novela.
Siempre he sentido predilección por las novelas que son como puzzles en los que vas encontrando las piezas que encajan, y que después convierten lo que antes parecía un hueco sin sentido, en una imagen completa – y perfecta, esto no hay que olvidarlo – de lo que nosotros nos habíamos imaginado. Reconozco una evidencia que me hizo caer en este libro: saber que Joseph Gelinek no era el nombre real del autor sino un pseudónimo en el que se escondía una persona. Siempre me han gustado esas intrigas. Le dan más veracidad a todo lo que envuelve el mundo literario, ese ansia por descubrir en el interior pistas que te lleven a encontrar similitudes entre otros escritores. Pero eso fue sólo el principio. Cuando uno abre La décima sinfonía encuentra una historia clásica, su principio, el nudo, el desenlace, todo aquello que nos enseñaron en nuestras clases de literatura que tenia que tener una historia. Pero si indagáramos un poco más en la historia, veríamos que el autor sabe de lo habla, nos involucra en la trama entre la sangre y la música, entre las sinfonías de Beethoven, entre los secretos que se guardan y que se convierten, al final, en un motivo perfecto para matar y seguir bajo las sombras que nos resguardaban tiempo atrás. Recuerdo esa sensación de estar siendo dirigido con suavidad por un camino que no sabía a donde me iba a llevar, pero que por mucho que intentara sobreponerme a ello, era incapaz de apartar mi mirada de lo que estaba leyendo.
Suele decirse que los libros, como pequeños objetos de valor – ¿sólo pequeños? -, nos resguardan de las miserias que llenan el día a día. No sé si esta frase escuchada y leída hasta la saciedad, es cierta o no. El caso es que, en cierta forma, el abandono de la realidad es algo que, para mí, sólo consiguen los libros en primera instancia – después iría la música, seguida del cine muy de cerca – y que consiguen, como lo hace La décima sinfonía crear una historia policíaca humilde, que atrapa esas ansias del lector y las canaliza a través de las letras, dándole las dosis justa del veneno del asesinato que, inoculado debidamente, hará que nadie pueda pasar mucho tiempo sin su influjo. Quizá por ello yo me dediqué, meses después, a buscar todo aquello que se iba publicando del autor, o de la autora, quién sabe, y devorando lo que Joseph Gelinek nos había preparado para disfrutar, por qué no decirlo, de la muerte y su investigación.