Japón ha dado lugar a muchos y muy diversos fenómenos literarios. Su cantera de escritores siempre ha estado en plena forma. En la sección de literatura japonesa de cualquier librería se puede corrobar esto que escribo. La naturalidad con la que hemos integrado los dejes japoneses y su particular idiosincrasia ha hecho que el mercado le haya otorgado un puesto que difícilmente podrá venir nadie a arrebatarles. No hay editorial, grande o pequeña, que no tenga su fichaje japonés. Y esto es algo que me alegra y me hace dudar siempre. Me alegra porque las diferentes voces que nos llegan crean una visión de la realidad bastante poliédrica llegando, al fin, a los benditos matices que todo lo mejoran. Pero también me hace dudar porque sufro ese recelo de no saber tras qué prescriptores las editoriales se lanzan con un autor en concreto. ¿Es por subirse al carro del boom japonés? ¿Hay un estudio de mercado en el que confiar? ¿Están trayendo a los que de verdad merece la pena traducir? Sin miedo a equivocarme, puedo decir que Duomo Ediciones ha acertado de pleno. Han sido rápidos a la hora de engrosar sus filas con Sayaka Murata. La escritora japonesa, tras diez novelas, ha dado el salto internacional con su última incursión literaria. La historia de una dependienta que está poniendo patas arribas la visión de la mujer y del trabajo no sólo en el Japón actual, sino también fuera de sus fronteras. Ganadora del prestigioso premio Akutagawa, estamos ante una novela que sorprenderá a propios y extraños con su capacidad para poner en entredicho la lógica dominante. Una radiografía existencial e histriónica de lo que puede hacer y no puede hacer una mujer en estos tiempos absurdos que hoy por hoy tienen lugar.
Keiko Furukura no recuerda un tiempo en el que no estuviera trabajando en una konbini japonesa. Una de esas tiendas disponibles 24 horas al día que ponen a la venta una gran variedad de alimentos y bebidas, además de otros productos de primera necesidad. Furukura, cuya infancia y adolescencia se resumen en un estar fuera de lugar constante, entiende lo que es la paz interior cuando forma parte de un establecimiento regido por un manual que tiene respuestas para todo. Se acabaron para ella los días de miradas extrañas y comentarios en voz baja ante ciertas pautas de su comportamiento. Y es que nuestra protagonista carece de una comprensión sensata sobre qué se espera de ella y cómo ha de reaccionar una persona en las situaciones más cotidianas. Sin embargo, la tienda es su refugio. Reglas explícitas le dicen cómo ha de actuar y relacionarse con otras personas. Qué es aceptable y qué no. Es tal la intensidad y la alegría con la que vive su trabajo que, lo que a priori iba a ser algo temporal, acaba convirtiéndose años después en lo único que sustenta su vida. La llegada de un nuevo trabajador mediocre, quejica y con una capacidad innata para desestabilizar a Furukura pondrá en entredicho la aparente cordura de la fiel trabajadora. Y, sin quererlo, zanjará una época que la ha mantenido viva de forma artificial durante demasiado tiempo.
Al leer La dependienta se siente el poso de muchos otros autores y obras. Hay algo en la mezcla que suena familiar. Hay en ella una tendencia a cuestionar qué es lo normal y qué se espera de la mujer en nuestra sociedad por la cual mi cabeza no paraba de remitirme a La vegetariana. En ambas novelas, las protagonistas femeninas reconfiguran por voluntad propia su lugar en el mundo, creando una discordancia en el devenir normal de los acontecimientos. Y aunque en ambos casos estos cambios sólo les afectan a ellas, lo cierto es que subvierten el statu quo que las acoge, volviéndose en último término peligrosas y siendo tachadas de locas. El recurso favorito de la sociedad patriarcal: cuestionar la cordura de la mujer que no se define por las directrices que han sido marcadas para ella. Claro que en el caso de la novela de Murata, el tono tiende a ser más ligero. Algo que es digno de agradecer. El humor con el que agiliza la trama refuerza el sinsentido de la historia, creando un espacio de sosiego para el lector del que carecía la novela de Han Kang. Sin embargo, el mensaje no se siente reducido a la caricatura. La idea que sustenta la novela sigue estando presente. La crítica a la alienación de los trabajadores en Japón, así como el techo de cristal con el que se topan las mujeres están presentes de una forma tan obvia que no quedan en segundo plano. Algo que encuentro absolutamente necesario dado la brevedad de la novela.
Sayaka Murata ha conseguido con ésta, su décima novela, dar un golpe en la mesa y hacer que lectores de todo el mundo empiecen a leer sus libros. La relevancia de esta historia ha calado en públicos tan diferentes como el occidental y el oriental. Ha sido traducida a multitud de idiomas y, sinceramente, no me sorprende. El mundo está pasando por una fase extraña, casi bizarra. Avanzamos a trompicones en direcciones no del todo claras. Lo seguro ya no persiste. Y lo normativo carece por completo de sentido común. Sólo una novela como esta podría triunfar en un contexto así. La última locura que nos llega desde Japón nos conoce mejor que nosotros mismos y está abierta para nuestra disposición 24 horas al día.