La familia de Teo, Violeta Denou
Los cuentos de Teo tienen algo que me costaría definir porque no se encuentra necesariamente confinado entre su portada y su contraportada, no está descrito en su texto ni dibujado en sus ilustraciones, sino que más bien se encuentra en la sonrisa y la cara de ilusión con que mi hijo se acerca con un libro en la mano y me dice «¿me cuentas un cuento de Teo?» Y uno sabe que está en un territorio seguro, entrañable, uno sabe que no va a compartir con su hijo unos minutos de acción trepidante, de nervios, sino que va a vivir uno de esos momentos sosegados en los que un niño abre los ojos como si en ellos cupiera el mundo, que cabe, y el mundo fuese además algo parecido al escaparate de una tienda de chucherias.
Con Teo no se corren, además, los riesgos que acechan en otras historias muy populares entre los niños. No hay peligro, por ejemplo de que tu hijo te diga “yo soy Buzz Lightyear” y tú, imprudente, preguntes quién eres tú (esperanzado en ser lógicamente su gran amigo Buddy) y entonces te conteste: “tú eres el señor Patata, Papá”. Las historias de Teo son sencillas, y a esa sensación ayudan unos dibujos de apariencia artesanal que abundan en lo entrañable del personaje. Por eso lee uno que se ha actualizado el personaje con una estética más de nuestros tiempos, 3D concretamente, y se echa a temblar. Uno en principio no entiende muy bien dónde tiene cabida una tercera dimensión en un momento tan mágico como el que comparten los padres con sus hijos con un cuento de por medio, un espacio ocupado por entero por su sonrisa, así que al nerviosismo previo a la prueba de fuego de enseñárselo al crío que siempre es elegir un cuento, se une en esta ocasión la preocupación por los efectos de los cambios en tu hijo. Una más de las preocupaciones absurdas de los padres: la capacidad de adaptación de los niños supera siempre con creces las expectativas más optimistas. No sólo reconoce al personaje de un vistazo, sino que no le extraña el nuevo formato (estos libros son más pequeños, más manejables) y el hecho de que hayan aparecido pestañas (“¡mira Papá, cu-cu tras!”) no sólo no le extraña, sino que las asume inmediatamente como si siempre hubiesen estado ahí.
Me gustó especialmente que el libro fuera La familia de Teo, no porque tuviera la secreta esperanza de que gracias a él mi hijo tuviese menos dificultades de las que yo tuve de pequeño para desentrañar esa compleja red que forman los vínculos familiares hasta que uno decide simplificar y llamar tío a los que son mayores que él y primo a los que son más pequeños, no esperaba que entrara en semejantes profundidades. Me gustaba la temática familiar porque para mi los cuentos infantiles son algo que se disfruta en familia, porque si hay algo más bonito que contarle un cuento a un hijo debe ser ver cómo lo hace su madre. Hacerlo todos juntos, y hablar sobre él es fantástico, claro, pero la distancia (si es que tiene sentido hablar de distancia en esto), la calidad de espectador, le permite a uno fijarse en los pequeños detalles, disfrutar de las explicaciones de una o de otro, contemplar sonrisas, miradas, escuchar lo que se dice y lo que no se dice… Es el mayor espectáculo del mundo.
En fin, me gusta La familia de Teo porque me permite tratar de inexplicar algo inexplicable, lo que vive en la sonrisa de un hijo no cabe en la argumentación de un padre: hay cosas que se sienten, sencillamente, y al igual que a nosotros, Teo permite, ha permitido y permitirá vivir momentos y sensaciones similares a estas a muchos hijos y a muchos padres y madres. No todos los cuentos o personajes infantiles dan pie a este tipo de experiencia, pueden tener, qué duda cabe, otras muchas virtudes, pero ésta, la sencillez, el espacio que deja para que lo rellenemos quienes los disfrutamos, es el territorio que le es propio a ese colectivo llamado Violeta Denou.
Hay más novedades en este regalo de cumpleaños (Teo cumple ya 35 años): al final del volumen hay una guía para padres muy útil si uno quiere, y siempre quiere, pensar que el cuento no ha sido sólo un momento mágico compartido en la familia, sino que además es una pieza clave en su formación. Uno aprende qué le enseña el cuento y cómo lo hace, y lo agradece, pero la guía no habla de su sonrisa. Además, el verdadero final, las palabras mágicas, la prueba definitiva tan esperada como temida, no corresponde a los autores ni es “colorín colorado”, sino “¿me lo cuentas otra vez?”
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