A los que vivimos sin lujos, pero también sin estrecheces, a los que podemos salir a cenar una vez al mes y llevar a los niños al cine el día del espectador, a los que recibimos como un puñetazo la factura de la luz, pero la pagamos puntualmente, nos cuesta imaginar la vida del desahuciado. Podemos, naturalmente, indignarnos, compadecernos y ayudar, pero, si estás leyendo esto, lo más probable es estés muy lejos de preocuparte por dónde dormirás la semana que viene o de dónde vas a sacar dinero para la ropa de tus niños. Y nos cuesta imaginar esa vida no sólo porque nuestra situación actual pueda ser más o menos estable, sino porque nuestra imaginación nos impide dar un salto tan cruel en el tiempo. Si hoy estoy aquí, ¿por qué iba a estar mañana en la calle?
Un desahuciado puede sorprenderse al echar la vista cinco años atrás, cuando tenía trabajo, piso y pareja estable; cuando podía salir a la calle sin someterse al juicio de los desconocidos y cuando su presencia no incomodaba a la gente bienpensante. Pero se sorprende menos si va remontándose en el tiempo paso a paso. La tragedia del desahuciado radica, en parte, en su carácter gradual. Un día perdemos el trabajo y deja de entrar el dinero en casa. Empiezan a llamar a la puerta señores con corbata a los que no queremos ver, y la tensión nos distancia de nuestra pareja. Cuando finalmente lo hemos perdido todo, los que nos rodeaban y se hacían llamar amigos han tenido el tiempo necesario para ir alejándose de nosotros. Estamos solos.
Conocemos a Oso, el entrañable protagonista de esta estupenda novela gráfica, cuando ya se ha hecho a esa vida de estable precariedad. Vive en una furgoneta y sale adelante a base de chanchullos, chapuzas y la ayuda, más moral que material, de esa buena gente que tanto abunda y a la que los zombis con corbata no nos dejan ver. El pensionista al que Oso arregla la tostadora le paga con un plato de fabada; Luis, el guardia urbano, le perdona las multas de aparcamiento y le invita a alguna cerveza mientras ven el fútbol en el bar; Javi, un greñudo heavy, organiza grupos de turistas despistados a los que ofrecen tours alternativos por Barcelona. Una de las ventajas de vivir en una furgoneta, nos dice el propio Oso, es que uno no se cansa nunca de las vistas. Éstas, sin embargo, tampoco le permiten atisbar la más mínima esperanza de alcanzar una vida mejor.
Oso tiene una hija, Violeta, y en su custodia compartida la lleva a extraordinarios viajes por el fondo del mar o le enseña juegos tan divertidos como el del reciclaje. Un día entra en su vida Penélope, una mujer que. como él, rueda por la vida sin rumbo fijo. Otro día se presenta su hermano, un hombre muy formal del que podemos intuir que ha conseguido algo así como un puesto fijo en una caja de ahorros, y que le trae noticias acerca de su padre. Mientas tanto, su ex-mujer sigue creyendo las mentiras que le ha contado Oso acerca de la respetable y próspera vida que lleva. Y así, poco a poco, gracias a un gran sentido del ritmo narrativo y con un guión excelente, Ramón Pardina va trenzando todos los hilos de esta espléndida La Furgo, apoyado en los dibujos de Martín Tognola, de trazo desenfadado y sutil retrato. El resultado es una historia humana, sencilla, divertida e inolvidable. ¿Qué más se puede pedir?