La guerra no tiene rostro de mujer, de Svetlana Alexiévich
Svetlana Alexiévich nació en 1948 en Ucrania. Descendiente de la Gran Victoria, fuertemente influenciada por los relatos de las mujeres de su familia y de su entorno, el mundo de su infancia era el mundo de la guerra y el de sus palabras. También, como muchos años después demostraría con La guerra no tiene rostro de mujer (publicada por primera vez en 1983), era su destino.
Muchas cosas han pasado de por medio –para empezar el Premino Nobel de Literatura, pero además, la censura soviética de los años 80 y una reedición revisada (interesante pasaje, por cierto, el que le dedica su autora a sus conversaciones con el censor) –, antes de que pudiéramos leer esta obra por primera vez, ya a finales de 2015 y de la mano de la editorial Debate, traducida a nuestro idioma.
La guerra no tiene rostro de mujer, más allá de un título, es una sentencia. Allí, con una voz narrativa tenue, que ocurre muy poco a poco a través de todos los testimonios que desfilan por su prosa, la periodista bielorrusa mantiene el tono templado sin que sobresalga nunca por encima del resto. Sus intervenciones en el texto son más bien discretas. No tanto sus reflexiones. “Los que han estado en la guerra –dice– siempre recuerdan que hacen falta tres días para que un civil se transforme en militar”. Tres días. Setenta y dos horas. Un lunes, un martes y un miércoles cualesquiera. Esa es la pequeña diferencia que nos separa del antes y del después.
Un pequeño lapsus de tiempo que a las mujeres que prestan su voz en esta obra –cientos del casi millón que combatió en las filas del Ejército Rojo durante la Segunda Guerra Mundial–,también les cambió la vida. Pero el tiempo tiene sus ritmos particulares y, para cuando quisieron darse cuenta, ni siquiera les quedó el consuelo de la victoria. Habían ganado, sí. Después, las silenciaron a todas. Era mayo de 1945 y tendría que pasar mucho tiempo todavía antes de que alguien – o Alexiévich–, volviera a recordarlas.
En La guerra no tiene rostro de mujer, con una narración coral que funciona como una única voz, la de la guerra y sus víctimas, sus voces aportan un testimonio nunca antes contado. Aquellas mujeres, muchas de ellas por entonces adolescentes, se alistaron voluntariamente en el ejército dispuestas a participar en el conflicto armado. Ellas también arriesgaron su vida arrastrándose entre el fango para poder llegar a los heridos y cargarlos de vuelta sobre sus espaldas. Trabajaban sin dormir. Pasaban hambre, frío y miedo. Eran expertas francotiradoras, condecoradas conductoras de tanques, zapadoras, mujeres que se dejaron las manos para poder arrancar la sangre de la ropa.
De su relato, se desprende una voz ligeramente distinta. Que habla de la angustia del silencio. Algunas, de hecho, se escuchan por primera vez narrándose a sí mismas. Algo tan obvio, tan humanamente vital, como poder contarse a los demás. Y lo hacen en sus propios términos. Con una emoción más contenida. Detrás de sus palabras solo queda única y simplemente, el conflicto. No hay espacio, más allá de todas sus medallas, para viejas glorias y cuentos de honor. Su guerra tiene textura y color propio. Un enorme collage compuesto a veces por testimonios de párrafos o páginas completas y, otras, de apenas unas pocas líneas, donde únicamente ellas son las víctimas y las heroínas que necesitamos escuchar.
Y en esto, la también autora de El fin del Homo sovieticus, Voces de Chernóbil o Los chicos del cinc, tiene mucho que ver. Ella es la perfecta narradora para esta historia de mujeres contada por una mujer. Svetlana Alexiévich bucea entre el dolor de todas ellas –capas y capas de historia producto de sus dos años de entrevistas–, y entre los diferentes filtros del relato (el paso del tiempo, las emociones, las convenciones sociales, el discurso tradicional establecido, etc), hasta conseguir extraer su esencia y componer un texto que cobra sentido, a partir del individuo pero también, y especialmente, como un todo.
Ella es la que escucha más allá de las palabras, pule los relatos, los ordena y clasifica con un extremado mimo. Si alguien, a estas alturas, alberga dudas sobre si una periodista puede ganar o no un premio de literatura, les diría que lean a Alexiévich. Su labor es, sin duda, la de los más grandes narradores.
Recién concluí con la lectura del libro y me dejo impresionado por su crudeza.