La hermandad de la Uva es un libro ideal para momentos de baja concentración. Cuando andas nervioso o agitado y sabes que necesitas algo fuerte que desde el principio se haga contigo y te deje sin posibilidad de decidir si seguir o no con el libro. Un libro que consiga que te pierdas en él, que en el fondo es lo que quieres, aunque no pares de dar vueltas por la casa o de mirar el móvil.
Y eso el libro lo hace desde el primer momento. En cuanto abres La hermandad de la Uva, los personajes se incorporan del libro, primero en 2D, miran a su alrededor a ver si van a ser bien recibidos y después pasan a 3D y colonizan todo tu espacio. Están vivos y los vas a escuchar.
Los Molise son una familia de origen italiano que vive en Estados Unidos. Cuando Nick y María Molise se instalaron en San Elmo se llevaron Italia a vivir con ellos. Criaron a sus cuatro hijos al calor del catolicismo, la mozzarella y de una estructura patriarcal perfectamente establecida y jerarquizada. Sus hijos, aunque han estado expuestos al estilo de vida americano en la calle y en la escuela, en casa han mamado perlas más y menos dulces de la cultura italiana. Ya en su cincuentena tienen que hacer convivir la imagen que tienen los americanos de la familia (más desdibujada) con la que les han trasmitido sus padres durante años.
Nick Molise es un padre egoísta y autoritario y un marido mujeriego. Sus hijos y su mujer parecen una carga que ha tenido que soportar toda su vida. Con lo que realmente está comprometido es con la bebida y con sus amigotes de farras (estos alegres viejos son los que le dan el título al libro y forman La hermandad de la Uva). Su mayor orgullo es su trabajo de albañil que siempre ha cumplido con mucho celo y, de hecho, tiene motivación y energía suficiente (o eso se cree él) para desempeñar un último gran proyecto. Pero sabe que necesita ayuda y pretende embarcar en la aventura a su hijo Henry, el alter ego de John Fante. Henry de joven consiguió escapar del futuro de albañil que le esperaba para convertirse en escritor famoso. Pero ahora no es lo suficientemente hábil para quitarse de en medio a tiempo.
En el libro se trata la familia y sus relaciones con el individuo. La familia como núcleo fuerte en las culturas católicas que se desestructura con la postmodernidad que representa como nadie el sistema americano. Vivimos rodeados de clichés sobre lo que significa la institución familiar: los padres quieren lo mejor para sus hijos por encima de sus propios intereses, la entrega es total y absoluta. Los hermanos son extras enriquecedores, apoyos para toda la vida que mantiene el lazo de la sangre, ni mucho menos quedan marcados por los roles que se adjudican casi arbitrariamente desde la infancia. El concepto de unión familiar está sacralizado y solo con arañar un poco, le ves las costuras. El libro de Fante no da nada por sentado, no utiliza lugares comunes: el vínculo familiar es más débil, más sujeto a odios e intereses de lo que nos han contado y desde luego, no hay que esperar que sea la salvación del individuo ya que incluso a veces la comunicación con ellos es imposible. Y, sin embargo, tras esa primera decepción que significa ver que la envidia, el egoísmo, la crueldad están también presentes en esta venerable institución, hay algo que sí es real detrás de tanto lugar común. Es verdad que el vínculo es más endeble, más sucio. Un vínculo un poco maltrecho y retorcido pero que existe y en el que está basado y magnificado el cliché que se nos presenta reluciente para que nos permita tolerar las inclemencias del tiempo (mientras el tiempo está con nosotros).
John Fante tiene una narrativa limpia y segura. Es preciso y afilado. A sus textos no les sobra nada. Su abstracción es tan fina, que los personajes están perfectamente perfilados con cuatro trazos. Cada frase cuenta. Tanto que desde la primera página saltan del libro. Es sorprendente la fuerza que tiene su escritura. La vitalidad. La mezcla de dureza y compasión de sus personajes. Compasión con contador, sí, la ternura muy bajo cuerda, pero ahí está en algunos momentos que llegan sin esperarlos y con los que te das cuenta de que todos somos muy parecidos, que aunamos egoísmos con grandezas y que John Fante sabe cómo hacértelo ver en las palabras justas.
A John Fante no se le ve la intención, no te das cuenta de qué recursos usa para dar contigo e incomodarte un poco, cabrearte, desesperanzarte o hacerte reír. Sí, reír, porque también lo haces. El libro tiene mucho sentido del humor, no del de los payasos a los que claramente ves los propósitos. Aquí, no sabes cómo lo ha hecho, pero con algunas imágenes geniales (que no se olvidarán) se te escapa la carcajada. La aparente falta de intención se agradece y genera un producto elegante y sobrio.
Fante fue precursor del realismo sucio, y por lo visto, al mayor exponente de este movimiento, Bukowski, le encantaba Fante. Y por el realismo brutal y preciso, identificas que son del mismo linaje, Bukowski más sucio que su predecesor sí, pero también sin concesiones. La prosa sobria y parca de Fante también la encuentras en Raymond Carver, uno de los mejores cuentistas del siglo XX. Pero Fante, quizás por su sangre italiana, vitalista y provocadora, parece menos hundido, menos apaleado. O, mejor dicho, los palos han dado en hueso. Algo así como he visto el truco, a mí no me engañáis con los prados verdes y los violines y, sin embargo, después de tumbar tanto tópico, algo hay, algo queda.
Excelente reseña:Marta tiene la capacidad de hacer que te apetezca leer cualquiera de los libros con los que ella ha disfrutado.
Muchas gracias, Karmela. La verdad es que Fante lo pone fácil.
Un abrazo