El duelo, como el amor, es una historia de dos en la que nadie debería entrometerse. Después de que su padre se suicidara, David Vann escribió una novela pequeña, del tamaño de una isla, Sukkwan Island, en la que diseccionaba a modo de hipótesis, “qué hubiera pasado si”, su propia relación con su progenitor. El resultado era una historia oscura y tortuosa, lírica pero violenta, donde los cuerpos pesaban, y las frases, las palabras, el dolor se descomponía. No era una hermosa visión. Y, sin embargo, era literatura y era duelo.
Tras la muerte de su hijo, Wolfgang Hermann compuso su Despedida que no cesa, una bella y breve historia en la que con un lenguaje que rozaba lo poético, si no era poesía en sí, atravesaba las heridas y lograba recomponerse. Por su parte, Joan Didion tuvo que convivir con la muerte de su marido y de su hija en apenas un espacio temporal de dos años. Su pérdida dio paso a dos de sus libros más famosos, El año del pensamiento mágico y Noches azules, que discurrían entre el ensayo, el diario personal y la literatura.
A medio camino entre ambos, entre lo poético de Hermann y el ensayo de Didion, con toques a veces de memorias, casi crónica periodística como defecto de profesión, Sergio del Molino, autor también de La España vacía, cuenta en La hora violeta, título que por cierto hace referencia a un verso de T. S. Eliot, la muerte de su propio hijo Pablo.
Desde ahí, desde la herida, y solo se me ocurre ese lugar para leer su libro, al menos con el respeto que se merece, cuesta diseccionar su novela. Entrometerse en el dolor ajeno, en algo que está escrito con tanta honestidad, sufrimiento y ternura. Y es que, a lo largo de sus páginas, el escritor madrileño entona una prosa sosegada, como un murmullo, una carta íntima y privada en la que cualquier intromisión, más allá de la de su lectura, podría tornarse de más. O al menos, cuesta pararse a cuestionar su lenguaje, el ritmo, la voz narrativa o los recursos literarios que utiliza. Que los hay. Porque La hora violeta es, además de dolor, literatura.
Escrita bajo el influjo de cierto control, donde la emoción está pero no explota anárquica, la novela de Del Molino tiene la delicadeza propia de quien compone movido por el amor más profundo. De fondo, Pablo, su enfermedad, los hospitales, las mejoras y las recaídas, el personal sanitario, los procedimientos, los viajes, el inmenso desasosiego de unos padres que temen lo que podría venir después. Y todo ello distanciándose del lamento fácil, legítimo, con un lenguaje contenido y literario, a partir del cual el periodista investiga su propio dolor, le pone cerco, lo recompone.
No creo que haya respuesta para tanto, en realidad. Si, en palabras de Wolfgang Hermann, no puede ser, ni si quiera cabe en la mente. Lo que sí hay, probablemente, es necesidad. También hay belleza en La hora violeta porque hay literatura, porque de fondo subyace el infinito amor de un padre a un hijo. La escritura de Sergio del Molino invade las habitaciones de hospitales y recorre los recuerdos con absoluto mimo y elegancia. Su lectura te aprieta fuerte el alma. Encogida. Poco más se puede escribir al respecto. Salvo acompañarle en su pérdida.
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