Reseña del cómic “La inmersión”, de Séverine Vidal y Víctor L. Pinel
“Desde que llegué no he dejado de caer”. No sé tú, pero para mí esa frase de La inmersión define mi condición vital. Madurar y envejecer es lo más parecido al agujero de Alicia en el País de las Maravillas, solo que al final no sabemos si habrá botellas para hacerse grande o reinas rojas que te corten la cabeza, una y otra vez, una y otra vez… Lo que sí compartimos con estos ancianos y ancianas de la residencia es que la cercanía a la muerte nos desestabiliza. El suelo tiembla y las distancias te posicionan en un lugar privilegiado. Puede dar vértigo, sí, pero también puede ser muy gracioso ver a un grupo de ancianas y ancianos gritar palabras random siguiendo las instrucciones de un dudoso monitor.
La protagonista tiene 81 años y debe dejar su hogar, con todos los sacrificios que eso conlleva, incluido el del único compañero que le quedaba en la casa: su perro. Llegar a una residencia para una mujer que ha sido libre y autónoma es como mínimo desconcertante. Hasta aquí podría haber sido una copia de “Arrugas” o incluso de “Cocoon”, pero Séverine Vidal y Víctor L. Pinel le han dado otro color, el de la deriva ilusionante. ¿No dicen eso de que mientras hay vida, hay esperanza?
En la portada verás a la protagonista, Yvonne, sentada en un sofá, en zapatillas de andar por casa, sumergida en el fondo del mar. Con burbujitas y todo saliendo detrás de su cabeza. Dime que no has sentido nunca esa sensación, como si tuvieras los oídos taponados por la presión de ir buceando, pero al aire libre. Como si tuvieras sucios los cristales de las gafas y no terminaras de enfocar la realidad que te rodea. Esa sensación que oprime el pecho y estruja el estómago cuando los hilos del titiritero que te sostiene están tan presentes.
Esa sensación es La inmersión. Pero esta palabra, al menos en su traducción al español, tiene un doble sentido, a saber, el de descubrirse inmerso en una situación o contexto. La protagonista y sus compañeros de aventuras tendrán que resignificar su nuevo estar-en-el-mundo anclando su percepción, memoria y juicio en los referentes de una casa para la tercera edad. Para algunas de ellas el choque será inaceptable y dedicarán su día a recrear escenas del pasado, representándolas como la mejor mimo del teatro universal.
La libertad en una residencia de ancianos es un bien muy preciado y perseguido. Cuando se sienten atraídos sexualmente entre ellos o deciden juntarse en una habitación a bailar, son castigados y atacados por una conducta inapropiada para su edad. ¿Y qué esperaban? ¿Acaso puede alguien ser feliz babeando frente a la ventana o el televisor? Son muchas las preguntas que, entre situaciones cómicas y trágicas, deja ver La inmersión. Algunas invitan a ser mejores personas y otras escuecen y te retuercen el corazón, desde la ternura de un auxiliar que sabe cerrar la puerta cuando no debe interrumpir a quienes están dentro.
De un modo más o menos consciente, es muy probable que vivas tu vida como un proyecto lineal, es decir, empieza en el nacimiento, cambia y evoluciona, hasta la muerte, donde termina. Puede que se acentúe esta línea con una subida hasta la madurez y un tobogán que se desliza cada vez más rápido desde los 40 hasta… lo que dure. Yvonne nota la pendiente resbaladiza desde que falleció su marido Henri. Pero lo bonito de esta historia es que siempre hay una mano que te coge cuando vas a la deriva. O al menos, debería haberla.
El dibujo de La inmersión refuerza esta idea, combinando las viñetas en las que se narra el día a día en la residencia con las páginas completas y un solo cuadro de texto, que te permite asomarte a las reflexiones de esta magnífica y realista anciana. Mi preferida es la que muestra la conversación entre ella y otra mujer que ha venido a acompañar a su marido que se escapa y que ya no puede controlar. Las verás entre las luces y las sombras del árbol del jardín. ¿Acaso no es eso la vida: un juego de claroscuros que se mueven en espiral más que en una aburrida línea recta?