A Bradley Roland Will lo asesinaron en Santa Lucía del Camino, un municipio de unos 50.000 habitantes de Oaxaca (México), un 27 de octubre de 2006. Reportero y activista, este joven estadounidense tuvo que pagar a balazos el delito de haberse desplazado a ese lugar del mundo para documentar la rebelión que desde hacía unos meses se estaba produciendo. En YouTube es fácil de localizar el último trabajo que realizó con su cámara, que coincide con sus últimos minutos de vida: en él se ve como un pequeño grupo de ciudadanos se amotina detrás de un camión rojo, estratégicamente colocado para cortar una callejuela y servir de barricada; se encuentran en mitad de la calzada de la calle Árboles, dentro de la colonia Calicanto, una barriada muy humilde de un municipio ya de por sí humilde. A un lado, policías ministeriales y aliados del Gobierno estatal (presuntamente) disparan ráfagas de balas; enfrente, un grupo de ciudadanos, muchos de ellos a pecho descubierto y sin mayor protección que la de una bandana o una endeble máscara, lanzan piedras y explosivos caseros. De repente, poco después de que un joven encapuchado lance una piedra, se escucha un disparo y un alarido. La cámara comienza a moverse agitadamente mientras un grupo de personas intenta socorrer a Will. Un segundo disparo, que no queda recogido en la grabación, alcanza también su cuerpo. No llegó con vida al hospital.
La de Will es solo una más de las sinrazones que se narran en La insurrección transmitida, obra en la que el periodista Fernando Lobo hace un recorrido cronológico a lo que ocurrió en el Estado de Oaxaca entre junio y diciembre de 2006. Lo que inicialmente partió como una huelga de profesores para reclamar mejores condiciones laborales acabó convirtiéndose en una protesta masiva contra las malas prácticas gubernamentales. Los levantados, un grupo tremendamente heterogéneo al que unía el deseo de deponer al gobernador Ulises Ruíz Ortiz, llegaron a paralizar durante meses la acción del Estado a través del bloqueo y de la ocupación de los principales centros estratégicos.
La narración de los sucesos que hace Lobo es minuciosa y directa. El periodista trata de dejar su opinión al margen, aunque la gravedad de algunos hechos le fuerzan a implicarse, a demostrar del lado del que está en el conflicto. Y teniendo en cuenta los episodios de represión que cuenta, tanto por parte de las fuerzas estatales y nacionales como de los grupos armados a su servicio, con levantones (secuestros), torturas, falsas acusaciones y asesinatos a sangre fría, es complicado que quien lee sus crónicas no tome partido también.
No obstante, como buen periodista dirige sus principales críticas a los medios de comunicación. Salvo dignas excepciones, Lobo hace un retrato de unas empresas periodísticas completamente sometidas al poder, que ocultan primero y manipulan después las informaciones relativas al conflicto para que la imagen que llegue del mismo al exterior sea lo más distorsionada posible. Y aunque esta manipulación llega en algunos casos a ser esperpéntica, el relato demuestra cuán importante resulta tener unos medios libres para poder gozar de una verdadera democracia.
Como cualquiera puede adivinar, La insurrección transmitida es la crónica de un fracaso esperado, una muestra más de que en los momentos críticos las fuerzas estatales utilizan todo su peso para mantener su hegemonía. No obstante, también guarda un poderoso mensaje de esperanza en las movilizaciones sociales. No en vano, que un colectivo tan heterogéneo como el que protagonizó el levantamiento de 2006 fuese capaz de formar una asamblea popular para aglutinar sus reclamaciones, de cortar las principales infraestructuras del Estado, de emitir una contrainformación eficaz e incluso de organizarse militarmente para resistir la represión explica a la perfección los esfuerzos del sistema por hacernos sentir individuos y no comunidad.