Reseña del libro “La invención de Morel”, de Adolfo Bioy Casares
Empecé a escuchar hablar de Bioy Casares en la facultad. Como supongo que ha podido pasar a bastante más gente, yo también tuve mi periodo de obsesión con Borges (han pasado ya años de aquello y sigo teniendo a El Aleph (aquí reseña) como uno de los mejores relatos que he leído nunca). Y claro, es imposible no lanzarse a Borges y salpicarse con Bioy Casares. Me salpiqué un poco, tampoco mucho, hasta que se encontró conmigo hace unos años Dormir al sol, que reseñé por aquí. Y entonces ya sí. Hoy vuelvo con él y con otra de las que llaman sus obras cumbre: La invención de Morel, en nueva edición de Alfaguara.
Tengo una amiga que lleva bastante tiempo leyendo a pocos hombres. La entiendo y la respeto (todo lo que sea subvertir, poner en duda, discutir o combatir pensamientos me gusta), aunque no comparto su idea. Cosas de cada uno, que más que separarnos nos unen, como debería ser siempre y todo. Cuento esto solo para comentar que el día que recibí el libro y lo compartí en mis redes ella fue la primera en comentar la foto y decirme que ese era uno de sus libros favoritos. Tenía que ser bueno entonces, ¿no? Lo es.
Bueno, qué puedo decir yo de La invención de Morel que no se haya dicho ya y mejor. La verdad es que es una grandísima historia, una ideal genial. Pero es que claro, encima va acompañada de un prólogo de Borges donde se puede leer lo siguiente: «He discutido con su autor los pormenores de su trama, la he releído; no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta». ¿Qué mano es capaz de evitar coger un ejemplar en la librería con una frase así? Luego es verdad que yo nunca me atrevería a decir de nada que sea perfecto, pero si lo dice Borges, para qué entrar en discusiones.
En La invención de Morel básicamente nos encontramos con alguien que lo mira todo con sus ojos y los nuestros desde un lugar remoto y extraño. Está siempre lejos de todo y de todos, en esa isla, pero nunca se pierde nada. ¿Y qué ve? Pues ve edificios abandonados, ve que no está solo pero a la vez ve que no ha llegado nadie, ve a gente que parece que repitan cosas, ve a Faustine. Sobre todo ve a Faustine. Qué grande es la literatura, capaz de hacerte entrar en el cuerpo de alguien que se enamora.
Quizá lo más importante es eso de cosas repetidas, porque el narrador (el cual será muy discutido por el autor de las notas al pie. Qué borgiano y genial esto) empezará a cuestionarse el porqué y el cómo se repiten situaciones, conversaciones idénticas a las presenciadas antes. Yo no voy a decir qué descubre, porque si tuviera que tener un objetivo con esto no sería otro que dejaras de leer esta reseña y fueras a leer el libro. Eso es lo que ahora mismo vale la pena. Porque la vale, y también vale el precio que pagues por él. Pocas cosas nos ofrecen y regalan de una forma tan fácil abrir un objeto en casa y entrar en la mente genial de alguien que parece, como los habitantes de la isla, que no está pero sí. Bioy Casares, Borges, tantos otros, siempre están. Y estarán. Como pasa con La invención de Morel.