La ley del menor, de Ian McEwan
La ley del menor, la última novela de Ian McEwan, no solo tiene al británico como autor, lo que ya de por sí resulta una garantía casi asegurada, sino que además tiene la historia y tiene la temática. Especialmente si trata de algo tan susceptible a toda clase de juicios, no únicamente legales, como lo es la ley del menor. La inglesa, eso sí. Pero en materia de menores todas las leyes parecen igual de vulnerables.
Más aún, si se añade un componente religioso: la fe. Y otro moral. Adam es un menor a punto de cumplir la mayoría de edad que, influenciado por la fe que él y sus padres profesan como testigos de Jehová, se niega a recibir una trasfusión de sangre que podría salvarle la vida. Su caso ha sido asignado a Fiona Maye, una reputada jueza especializada en derecho familiar que deberá tomar una decisión por él. A partir de aquí, el dilema moral, la disyuntiva entre la fe y la libertad religiosa, por un lado, y la ley y la protección al menor, por el otro.
Sin embargo, como es habitual siempre que el que firma es McEwan, las lecturas en La ley del menor existen en más de un sentido. También en el literario. Su nuevo trabajo es técnicamente un ejemplo perfecto de cómo construir una novela. Una buena novela, de hecho. Que comienza con una crisis conyugal, la de Fiona con su marido, Jack, y que deriva a su vez en una crisis personal. Una fisura en la vida perfecta que ambos han levantado a su alrededor.
Todo en Fiona está más que justificado, y ella es precisamente la mayor justificación de la narración. Su distanciamiento con respecto a la realidad que le rodea, su proceder calculado y milimetrado, su mirada fría y analítica capaz de racionalizar, como si uno más de sus casos se tratara, la propia situación personal que atraviesa.
Un relato plácido y aparentemente de absoluta sencillez, donde su autor se empapa del lenguaje jurídico, a través de una notoria labor de documentación, para construir este personaje tan inquebrantablemente justo y moral, narrativamente perfecto, que acaba sometido a sus particulares dilemas vitales y cuyas decisiones tendrá sus propias consecuencias.
Y es que a veces, hasta la lógica más absoluta, puede llegar a quebrarse.
En este sentido, aunque algo por debajo del nivel de otras obras de McEwan como Chesil Beach o Expiación, poco se le puede reprochar a La ley del menor, salvo si acaso que ocurre todo demasiado fácil –más por virtud de su autor que por defecto, es cierto–, y esa sensación un tanto tibia que queda al final de la historia, amparada por una segunda mitad algo más pausada, allí donde el juicio se detiene y aparece la moral.