A Antonio Martín Infante hay que agradecerle cuanto menos una cosa: la recuperación para la literatura de un escenario apasionante. No lo digo porque a mí me apasione Huelva, que a estas alturas ya todo el mundo sabe que es así, ni tan siquiera porque pasear por las páginas de La maldición del Ateneo sea hacerlo por calles y parajes que conozco y por los que siempre que puedo paseo también físicamente, lo digo porque la Huelva que fabula el autor tiene componentes sobrados como para que con sólo poner a pasear a unos personajes por sus calles plenas de una suerte de modernidad cateta (un término muy de Huelva y nada despectivo, créanme) nacida de la coexistencia de ingleses y choqueros, de riqueza y miseria, de tradición y modernidad, de explotación y dignidad. Porque sí, Huelva vivió una época, a finales del XIX y principios del XX que es apasionante desde un punto de vista literario porque los mismos que traían riqueza y modernidad hacían lo propio con la explotación y la desigualdad y esa suerte de esquizofrenia colectiva que obligaba a admirar y agradecer a quienes por lo demás son responsables de no pocas de las calamidades que te afligen.
Dicho lo cual los escenarios por sí solos no construyen novelas y sin la participación de ese ingrediente fundamental que es el talento del autor esa pasión que flota en el ambiente fácilmente se convierte en frustración. No es el caso, Antonio Martín Infante demuestra sobrado talento para superar el reto con nota y si convierte el escenario histórico en literario con plena solvencia, se muestra igualmente brillante en la caracterización de los personajes. O por decirlo a la manera habitual: La maldición del Ateneo está magníficamente escrito. Como lo estuvo antes su primera parte, La fiesta del círculo. La trama que se desarrolla en las calles de Huelva y otros escenarios de la provincia es compleja y tiene ritmo e intriga sobrados como para que el lector pase cada página con impaciencia por saber lo que va a ocurrir e incluso cierto nerviosismo.
Se nota en esta segunda entrega un cierto esfuerzo por incrementar tanto el lirismo del lenguaje como la documentación, sin recargar excesivamente ninguna de ambas suertes, de forma que el resultado final parece más acabado que el de la primera entrega que sin embargo tenía un encanto muy especial, probablemente porque el autor compartía con nosotros por primera vez su Huelva soñada, pero soñada tan real.
Dice Francisco Ruano en el prólogo que la novela histórica es la más difícil de las disciplinas novelísticas y aunque lo argumenta bien, me permito discrepar. El escenario histórico aporta mucho pero la novela tiene suficiente enjundia como para sobrevivir a cambios de tiempo o espacio que el autor hubiese decidido. Sin embargo tengo para mí, y esto es cuestión de gustos, que una trama más pegada a la realidad, con menos esoterismo e intrigas masónicas, mejoraría el de por si excelente resultado global. Tengo ganas de leer la novela que presiento que Antonio Martín Infante lleva dentro, perdónenme esta afición mía a la adivinación.
Una última cosa. No puedo despedirme sin dedicarle unas palabras a las ilustraciones de David Robles, que le dan un sabor muy especial a La maldición del Ateneo y a su antecesora. Real o figuradamente, paseen con nosotros por Huelva. Si es la fabulada por Antonio Martín Infante, estupendo, no se arrepentirán. Si es la real, para qué contarles.
Andrés Barrero
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