Reseña del libro “La máquina del amor sagrado y profano”, de Iris Murdoch
Una de las palabras a las que más novelas han rendido homenaje es a esta: amor. Solo que la autora irlandesa la retuerce hasta exprimir todas las opciones entre Eros y Ágape, es decir, entre su versión profana, vulgar o en esta ocasión, extramatrimonial y su expresión sagrada, pura y honrada. Ahora bien, espero que no seas tan ingenua, amiga lectora, como para pensar que esta es una típica historia sobre un triángulo amoroso. No se trataría de Iris Murdoch en ese caso. Aquí hay tanta literatura, como filosofía, si es que procede hacer esta distinción:
“Lo que yo siento con los cuadros es diferente -pensaba-, es como verme en un gigantesco espacio y no ser yo misma. Mientras que lo que siento mirando a Monty es tan absolutamente aquí, ahora y yo misma, como si fuese mi más absoluto yo particular, más que nunca, como palpitando de individualidad. Es raro porque yo amo los cuadros y amo a Monty, pero es muy diferente”. (p. 62)
La máquina de amor sagrado y profano es otro de sus artefactos críticos y existenciales. Cada página, incluso cada párrafo, merece un aplauso por arrinconarte contra las cuerdas de tus prejuicios y creencias. Desde el sarcástico viudo escritor de novelas detectivescas, Monty, con frases célebres como: “La escena aparente se deshace despacio, revelando la realidad que se oculta tras ella” (p. 66) hasta la gran Harriet, que evoluciona del personaje de esposa sumisa, feliz encarnando el “imperio del agrado” o como “doña Plácida” como la llama Emily, la amante del “marido”, hasta una amazona guerrera y mujer libre. Adoro a Harriet y amo, en sentido sagrado y profano, a Iris Murdoch.
Es difícil encontrar autoras que compongan una transformación psicológica, narrativa y estructural tan brutal como ella logra con sus personajes. Puedes asomarte a las primeras páginas y sentir vértigo ante esa sombra del jardín, con silueta de niño y que sirve tanto para desconcertar a los habitantes de la conveniente casa Gavender como para presentar toda la trama en la que va a ir profundizando. Las reflexiones del psicólogo Blaise son el contexto que enmarca las decisiones de los demás protagonistas: “No puedo enderezar esa parte de mi vida sin enderezarlo todo. Pero eso tampoco puedo hacerlo. No puedo dejar de ganar dinero, no me atrevo” (p. 79).
Y cada movimiento un trazo que compone un sublime cuadro familiar, moral y político, pues La máquina de amor sagrado y profano nos lleva a profundizar en los debates éticos en estas cuestiones románticas y eróticas: “Y de forma instintiva, mientras lidiaba con su sufrimiento, él anhelaba la compasión de Harriet. (…) Contemplar la visión del amor curativo, pero no poder beneficiarse ya de él: ¿es este acaso el peor sufrimiento de los condenados en el infierno? (…) Pero sin duda, sin duda, se repetía, tiene que haber una elección moral óptima” (p. 97).
Y entre este trenzado cotidiano, Iris Murdoch va insertando apuntes sobre el valor de las creencias, de la fe, los rituales o las instituciones, ya sea la familiar o las clases sociales. Incluyendo menciones a la misoginia, a la violencia contra las mujeres, al cruel uso de los hijos como armas en los combates entre amantes y va prestando atención a todo tipo de “amores”: “Quizá ningún hombre pueda concebir el amor de una madre. A Dios se le debería considerar una madre” (p. 128).
Es estimulante leer La máquina de amor sagrado y profano en muchos aspectos. También por sus referencias cultas, sencillas pero “gafas” que sacan la media sonrisa de quienes somos amantes de la lengua y las palabras: “-Aún no me ha dicho en qué está especializado. -En los clásicos griegos, nada importante” (p. 134). El devenir de la historia puede ser considerado trágico, fatal, propio de un fatum o destino incontrolable, pero por otra parte, muchos pasajes están impregnados de grandes dosis de humor y de ingenio:
- La pintura equivale a mierda.
- Qué grosero es el inconsciente. (…)
- Está rodeado por dioses a los que debe aplacar. Todo es sagrado. En otro tiempo habría sido reverenciado como un santo.
- Pobre loco.
- El hombre primitivo vivía en un mundo de pequeñas y temibles deidades. Los católicos aún viven así. (p.31)