La montaña mágica, de Jiro Taniguchi

La montaña mágicaCurioseando por google tras leer esta novela, escribo “Jiro Taniguchi” y le doy a “imágenes”. Entre muchos dibujos hermosísimos, de exquisito detalle y primorosa perspectiva, me encuentro con unas pocas fotos de un señor con bigote y gafitas redondas. Su rostro bonachón y su mirada escéptica, con un toque socarrón, son difíciles de reconciliar con la inmensa melancolía que con frecuencia destilan sus obras. En ellas, desde la inolvidable Barrio lejano hasta El olmo del Cáucaso, pasando por El paseante o El almanaque de mi padre, el maestro Taniguchi nos cuenta historias sobre personajes que, sin llegar a sentirse perdidos, sí sienten que algo o alguien, puede que ellos mismos, quizá muy lejos de aquí o quizá en la tienda de al lado, tal vez ahora mismo o tal vez en otro tiempo remoto, necesita su ayuda, o tan sólo su presencia. Eso, y no otra cosa, es la melancolía.

Dice el propio Taniguchi en la interesantísima entrevista que Ponent Mon ha tenido el acierto de incluir en la edición: “La melancolía es un remedio para equilibrar el espíritu. (…) De entre los sentimientos humanos, [es] el más sutil, inasible, y sin duda precioso. La melancolía no es una enfermedad, sino el estado más puro de un individuo”. Algo, pues, que va mucho más allá de la mera tristeza.

Un niño que a los seis años pierde a su padre, y que, a los once, teme que la enfermedad que sufre su madre acabe por llevársela a ella también, no puede sentir sino una inmensa melancolía. Apenas has empezado a vivir y la vida misma te lo roba todo. Con este planteamiento se abre La montaña mágica, una sencilla y hermosa historia en la que Taniguchi introduce un elemento muy poco habitual en él: la magia.

No busquéis aquí una historia como Barrio lejano o El paseante. Por el contrario, muchos comparan esta obra con la película El viaje de Chihiro, por la presencia en ambas de ese mundo de espíritus japonés que tan ajeno nos resulta. En La montaña mágica, pues, Taniguchi, en lugar de asomarse al mundo de los niños desde una melancolía adulta, lo ha hecho desde un punto de vista infantil. Y el resultado es una sencilla historia de iniciación que, a diferencia de otras obras del autor, gustará mucho a los niños.

¿Y a los adultos? Pues bien, este adulto, algo desconcertado tras la primera lectura, disfrutó en la segunda, por supuesto, con los dibujos de este maestro de la novela gráfica, siempre de una sobria belleza, pero también con la sencillez de un relato que, gracias a los detalles enigmáticos y hasta tenebrosos que lo puntúan, nos deja con la sensación de que algo se nos escapa, se nos escapa, se nos escapó.

No podemos volver a nuestra infancia para recuperar ese algo, pero, por suerte, siempre nos quedará Taniguchi.

 

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