Hay un momento al principio de La muerte blanca en el que el protagonista, Ari Thor, desayuna pez lobo ante la mirada asqueada de su jefe. Un desayuno tradicional, dice, mientras comentan los detalles del asesinato que ha ocurrido en una población cercana. En la manera tan natural que tiene de situarnos en Islandia, en esa facilidad para ir incorporando algunos detalles “folclóricos” con los que enriquecer las escenas, está el gran valor de esta novela, la segunda de una serie de cinco (Islandia Negra) después de La sombra del miedo.
Ya asentado en Siglufjördur, al norte de la isla, Ari Thor comienza a cogerle el gusto al puesto de asistente de la policía local. Tanto que se plantea un futuro allí, y más teniendo en cuenta que su vida sentimental no le ata a ningún otro lado, después de su ruptura con Kristín y su experiencia fallida con Ugla. Además su jefe Tómas está pensando mudarse a Reikiavik, donde ha ido su esposa para retomar sus estudios, y su compañero Hlynur lleva semanas comportándose de manera extraña y errática, lo que convierte a Ari Thor en el candidato perfecto a ocupar el puesto de Tómas en caso de que finalmente decida marcharse. El asesinato de un contratista de obra que trabaja en la construcción de un nuevo túnel que hará más accesible Siglufjördur por carretera será la oportunidad de que nuestro joven poli haga méritos. No será el único: Ísrún, una periodista de la capital, se saltará todos los límites para sacar a la luz una historia que quizá le dé fama nacional, pero que también removerá la parte más negra de su pasado.
Ragnar Jónasson se preocupa de que Ari Thor recuerde en un par de ocasiones los sucesos de La sombra del miedo y así situar a los lectores en antecedentes. Lo hace sin aburrir y sin desviarse mucho de la trama, algo que se agradece y hace que esta segunda entrega se pueda leer sin tener que echar mano de la anterior. El elemento coral, con la importancia cada vez mayor de Tómas, Hlynur e Ísrún hace que no nos aburramos del protagonista, y en cuanto a la intriga criminal, lo mejor que se puede decir de ella es que no se sale de los territorios habituales del género. Se insinúa que el contratista tenía negocios ocultos y se van pelando capas hasta llegar al meollo de la cuestión, sobre todo mediante interrogatorios (demasiados, quizá) en los que vuelve a quedar de manifiesto que las comunidades pequeñas están llenas de secretos. El final, de infarto, es una carrera contrarreloj para salvar a la víctima más inesperada de todo el libro. Nada nuevo, pero hay que reconocer un poco el mérito de Jónasson en armar el puzle.
Más allá de la resolución del crimen, lo que mantiene con vida la lectura es la ambientación. Viajamos a Reikiavik y a Akureyri y vemos una Islandia que todavía trata de recuperarse del crash bancario, en la que el paro se cierne sobre una gran parte de la población. Descubrimos además las peculiaridades del verano en el que no se hace de noche y nos damos de frente con las cenizas de un volcán que, como muchos recordarán, tiñeron de gris el cielo de media Europa. En definitiva, La muerte blanca es una novela criminal pasable, con su dosis de intriga y emoción, que puede convertirse en un gran libro de viaje y una apuesta segura para aquellos a los que les interese conocer un poco más de la remota Islandia.