Pues sí, Murakami lo ha vuelto a hacer. Hacía ya tiempo que no teníamos la posibilidad de ver delante una nueva novela con la firma del japonés (también normal si contamos que esta cuenta con alrededor de mil páginas). Pero ya ha llegado el momento. En dos partes. Una en octubre de 2108, la otra en enero de 2019. Es decir, ya. Me preguntaba en la reseña que escribí en octubre de la primera parte que cómo podía hacer para conseguir que ya fuera enero. Pues no sé qué hice pero lo conseguí. Ya es enero y ya tenemos todas las mesas de novedades repletas del esperado desenlace de La muerte del comendador.
En esta segunda entrega, que viene bajo el subtítulo de «Metáfora cambiante», volvemos a encontrarnos con el retratista de la primera, a quien habíamos dejado indagando acerca de un cuadro encontrado en la casa de un famoso pintor japonés, padre de un amigo suyo y casa en la que ahora habita nuestro retratista. Empezando a acercarse cada vez más a su rico y misterioso vecino, Menshiki, y a la niña que tanto interés despierta en este último (y hay que reconocer que en él también), la primera parte nos deja con todavía todo por hacer. Si ya hemos leído alguna vez a Murakami, y aunque en la primera entrega ya hay varias rasgos de esa supra o infarrealidad tan murakamiana, sabemos que todavía falta mucho por explotar. Es ahí donde coge importancia esta segunda parte.
Marie, la niña comentada, seguirá asistiendo cada domingo a casa del retratista para que este la dibuje a petición de Menshiki. Vendrá acompañada de su tía, quien por fin se encontrará con Menshiki, lo que hará despertar su interés (ahí lo dejo). Mientras tanto, nuestro retratista y Marie irán conectando a medida que su conversación avance. Es lenta porque solo tienen un rato los domingos (y algunos días más, sueltos, en los que Marie irá a verle), pero profunda. Por fin los dos encontrarán a alguien con quien poder hablar. Hablar de verdad. Nuestro retratista también tendrá tiempo, mientras, de pensar en su pasado, de remontarse a los momentos vividos con su esposa (¿o ex?), con su hermana, con su vida. Creerá atisbar algo como una vida cómoda y vivible tras el cierre del círculo que abrió sin querer. Solo será cuestión de dejar pasar el tiempo.
Pero claro, es Murakami. Y cierto día, cuando nuestro protagonista decida acompañar a su amigo a la residencia en la que vive el padre (recordemos que es el dueño de la casa y el autor de ese extraño a la vez que magistral cuadro escondido en la buhardilla), todo dará un vuelco. Volverá el hombre sin rostro de la gorra Yonex, el comendador con sus crípticos mensajes, algunos otros personajes del cuadro, el misterio, mundos escondidos bajo azulejos de residencias de ancianos e incluso su fallecida hermana pequeña.
Con esos títulos de capítulo que para mí ya son obra de arte, Murakami (y Tusquets y la dupla Fernando Cordobés y Yoko Ogihara e incluso David de las Heras) consigue seguir enganchándote a las páginas, a las palabras que emergen de una mente sin igual. Sí, frases de construcción sencilla, pocos alambiques, narración directa. Pero genialidad. Solo el hecho de que un libro (¡y tantos ya!) sea capaz de retenerte durante horas pasando compulsivamente sus páginas solo para saber qué pasará en algo que relamente te espera pero que tú lo quieres ya, solo por coneguir ese sentimiento, ya se merece que abras tu cartera y sueltes al/la librero/a los billetes correspondientes.
Nuestro protagonista cierto día decide dejarlo todo e irse al monte, donde encuentra un misterioso cuadro que quizá estaba ahí para no ser visto por nadie. Pero él lo ve y al verlo enciende todo. Lo bueno de Murakami es que sabe encender la historia y apagarla, aunque entre medias haya, por ejemplo, mil páginas. Y lo importante en sus libros no es ese momento de prender o ese momento de ya las cenizas. Lo importante es el grueso, ese viaje al que te transporta solo con palabras seguidas de palabras. Y consigue que todos esos dolores de espalda que te provocan en la cama otros libros, ese sueño tonto que te dan cuando no llevas ni una hora leyéndolos, desaparezca. Eso es lo que para mí define una buena novela. Pero luego está lo malo, por lo que no tendrán que pasar los afortunados que nunca lean a Murakami: la espera. Porque Murakami escribe algo monumental, te lo pone delante, lo enciende y lo apaga, deja en ti las brasas pero, como si fuera el pequeño comendador de sesenta centímetros, desaparece «en un instante, como vapor desvaneciéndose en el aire».
Me preguntaba en la otra reseña de La muerte del comendador cómo hacer para que llegase ya enero. Pobre iluso, por lo menos en aquel momento sabía que habría una fecha próxima. ¿Y ahora? Ahora no sé. Nadie sabe. Quizá acabe de cerrarse el círculo. O quizá acabe de abrirse. De momento: larga vida a Murakami.
¡Coño! ¡qué buena reseña! acabo de terminar los dos volúmenes del libro y es la mejor reseña que he leído en la web con diferencia, capaz de precisar muchas de las sensaciones que tuve durante mi lectura.
¡Saludos!
¡Gracias!