La muerte del padre (Mi lucha: 1), de Karl Ove Knausgård
Con la cuesta de enero a cuestas, y espero que se me perdone el juego de palabras, no se me ocurrió mejor manera de coger fuerzas para el año lector que encerrarme en casa con un noruego. Uno serio, de mirada amenazante y nombre difícil, que en los últimos dos años ha sido comparado con Proust y Sebald, y que ha colocado un libro suyo a uno de cada diez noruegos. A mí me sonaba a planazo, no sé a ustedes. ¿El resultado? Esta reseña y las dos siguientes se lo desvelarán. Skål!
No son muchos los autores noruegos que se asoman a nuestras estanterías. O por lo menos no son muchos comparados, por ejemplo, con sus vecinos suecos. Pero parece que los que lo hacen suelen llegar para quedarse, para establecer una marca indeleble en los lectores, para ser firmemente recordados. Es el caso de Ibsen, sobre todo con su teatro; el de Hamsun, favorito de muchos autores contemporáneos, y por supuesto ocurre también con Jostein Gaarder, cuyo El mundo de Sofía permanece en la memoria de varias generaciones de lectores.
¿Puede ser Karl Ove Knausgård el siguiente? Es pronto para saberlo, pero lo que sí se puede afirmar es que si corona esa montaña lo hará de una manera particular, distinta a todos ellos (sobre todo a Gaarder). Por ahora podemos decir que Knausgård resulta un candidato ideal para continuar en la brecha de los dos primeros, embarcado en un proyecto literario que puede aguantar firme con voz propia el paso de los años, independientemente de las modas y las ventas.
Aunque este nórdico del 68 no se puede quejar tampoco en ese sentido. Sus últimas obras han sido publicadas en 22 lenguas y en su país natal ha vendido medio millón de copias en un idioma que hablan escasamente cinco millones de personas. Karl Ove Knausgård lleva escribiendo y publicando en Noruega casi veinte años, y sin embargo no había llamado la atención internacionalmente hasta principios de esta década, cuando empezaron a aparecer por todo el globo las primeras traducciones de los seis volúmenes de su obra autobiográfica Min kamp (Mi lucha). Sí, exactamente el mismo título que le dio Hitler a la suya, un poco más ligera. Algo que le hace emparentar de manera lejana con Hamsun, al que en su momento le llovieron las críticas por su obituario elogioso del dictador. En el caso que nos ocupa, el de Knausgård, la elección del título no es baladí: con ella logra desde el principio establecer que “Mi lucha” no es un libro que dé concesiones, lo que resulta finalmente ser uno de los leitmotiv que vertebran esta y sus siguientes obras.
Esa es una de las principales características de este primer libro, La muerte del padre, no postrarse ante nada ni ante nadie durante el recorrido por la vida del propio autor. La obra, cuyo título en algunos idiomas ha sido simplemente “Padre”,cumple con lo que anuncia desde el título y se organiza alrededor de la muerte de este último, un suceso que se anuncia en unas primeras páginas sublimes y que no vuelve a aparecer hasta pasada la mitad del libro, pero cuya sombra se proyecta sobre toda la obra. Siempre en primera persona, la narración recorre de manera desordenada algunos episodios vitales de Knausgård, saltando adelante y atrás en el tiempo en una sucesión que mezcla eventos decisivos con otros poco o nada relevantes. En todo momento destaca la minuciosidad con la que Knausgård desgrana estos pasajes, haciendo un recorrido hiperrealista por el propio yo. Además de su detalle, el relato de Knausgård se caracteriza por una sinceridad total, un completo exhibicionismo y una aparente falta de filtro, hasta el punto de parecer el ejercicio de un loco o de un maniaco que dicta trozos de su vida a una grabadora imaginaria, independientemente de si en cada momento está triste o alegre, borracho o sobrio.
Tirando del hilo de su propia existencia no extraña, por tanto, que encontremos anécdotas relacionadas con todo tipo de temas. Las reflexiones de Knausgård, un autor bastante culto, abarcan desde la literatura en sí misma y el oficio de escritor, a la música y otras artes. También tocan la política y se recrean en las relaciones humanas, especialmente las familiares. Knausgård se demuestra con el paso de las páginas como un hombre autodestructivo, prácticamente incapaz de encontrar la felicidad, egoísta y grosero, y una de sus obsesiones es mostrarnos cómo su familia contribuye a ello.
Con un poco de distancia sobre los hechos, sin embargo, nos damos cuenta de que aparte del espantoso final de su padre (alcoholizado hasta el extremo), la vida que muestra Karl Ove, que es la suya y es la novela, no es muy distinta de la de cualquiera, con sus idas y venidas, sus altos y sus bajos. Realidad pura y dura, arrancada directamente de la vida para ser impresa.
La muerte del padre no contiene una cantidad exagerada de episodios truculentos, aunque los hay (son imprescindibles las páginas que dedica a los días posteriores al descubrimiento del cadáver paterno). El aparato lírico es prácticamente inexistente en Karl Ove Knausgård, que recurre muy pocas veces a la metáfora y que usa hasta la extenuación una prosa limpia y a la vez profusa, nada dada a las elipsis. La descripción de los personajes es sucinta y los paisajes están ahí para recordarnos simplemente que la acción se desarrolla en un país muy distinto al nuestro. En resumen, durante la lectura hay pocos momentos de un brillo tan cegador que haga retroceder al lector para saborearlos una y otra vez.
Entonces, ¿por qué hemos leído que Jonathan Lethem lo llama “su héroe”, o que Zadie Smith necesita sus libros “como el crack”?
Pues por las mismas razones, por paradójico que parezca. En efecto, lo interesante, lo que convierte La muerte del padre en un libro mayor y lo pone cerca de gigantes literarios como Proust o Sebald, con los que ha sido comparado, es que nos sumerge por completo en la intención iniciática de toda narración: contar la vida. Y lo que nadie puede negar, después de leer esta obra de principio a fin, es que Knausgård es un auténtico maestro en contar la propia.