Sucede que un buen día, en algún momento de nuestra paternidad, descubrimos a nuestro padre agazapado en nuestro interior. Puede que lo encontremos en una palabra que decimos y que hacía treinta años que no oíamos, en un gesto que hacemos, en el modo de reñir a nuestros hijos o en los hábitos caseros que cultivamos. Quizá nos demos cuenta de ello en seguida, o quizá tenga que ser nuestra madre quien nos lo señale: “tu padre también siempre se sentaba así”. Pero esas palabras, que a la mayoría nos llenan de orgullo y emoción, nos revelan asimismo la triste condición del hijo, a saber, que sólo empezamos a conocer de verdad a nuestro padre cuando ya no está.
Algo parecido le sucede a Mary M. Talbot, que en el funeral de su padre, abrumada por el aluvión de testimonios de personas que lo conocieron y apreciaron, constata un hecho ante el cual un hijo no sabe muy bien cómo reaccionar:
Parece que mi padre era encantador en todas partes. Pero muy rara vez en casa.
Y esa doble faceta de la personalidad de su padre es tan sólo uno de los muchos paralelismos que la autora británica descubre entre su vida y la de Lucia Joyce, hija de James Joyce, y que nos narra de manera amena y magistral en La niña de sus ojos.
Parece ser que al autor de Ulises, uno de los grandes de la literatura universal de todos los tiempos, la paternidad no se le daba tan bien como retratar al joven artista adolescente, trasladar a Odiseo a Dublín, o crear palabras nuevas a partir de lenguas diferentes. Ésa fue una de las técnicas que empleó en su última obra, en la que empleó varios años de su vida que dieron como fruto Finnegan’s Wake, una novela prácticamente ilegible que a lo largo de los años ha hecho las delicias de apenas un puñado de eruditos. Entre ellos, James A. Atherton, el padre de la autora, reconocido experto en la opus magnum del irlandés.
Tanto Mary M. Talbot como Lucia Joyce, pues, crecieron a la sombra de un padre cuyo mayor deleite consistía en encerrarse con sus libros, sus diccionarios y su máquina de escribir. Pero Lucia tuvo además la mala fortuna de ser la hija de un genio, de alguien que vivía por y para (y el resto de preposiciones) su obra. Ser la hija de alguien admirado por todo el mundo podría parecer envidiable, pero cuando tú misma tienes serias inquietudes artísticas, el peso de la obra y la figura de tu padre puede resultar imposible de soportar.
Así, la autora entrelaza la narración de su infancia y adolescencia con la de Lucia Joyce, y lo hace con tanta destreza que pasamos de la una a la otra con la misma naturalidad con que pasamos la página. A ello se une el arte de su marido, el ilustrador Bryan Talbot, quien hace un trabajo espectacular, con el tipo de viñeta precisa para cada momento, desde el caos del ambiente familiar de las primeras páginas, hasta la monótona espera y la brutal escena del parto, pasando por el estilo periodístico con el que retrata los años de los Joyce en París. La propia Mary, incapaz, acertadamente, de retocar el trabajo artístico de su marido, opta, en un toque posmodernista, por insertar comentarios sobre un par de anacronismos en los que incurre su marido.
A la autora le tocó vivir esa pequeña tragedia, que mencionamos más arriba, de empezar a conocer a su padre el día en que éste murió. Lucia Joyce, por su parte, conoció demasiado bien al suyo, el genio que contribuyó a hacer de su vida un auténtico infierno. Moviéndonos entre la Inglaterra que va de la posguerra a los años hippies y, por otro lado, el París de Josephine Baker, Samuel Beckett, Sylvia Beach y el modernismo, esta extraordinaria La niña de sus ojos nos narra ambas vidas en una historia que es, como cualquier obra del propio Joyce, emotiva, cruel y divertida.
No lo conocía pero ha despertado mi curiosidad, original es sin duda.
Un beso.
Gracias, Yolanda.
Es una historia muy interesante y muy bien escrita. Te gustará.
Saludos.