Reseña del libro “La oveja negra que devoró el manual de literatura”, de Luis Quiñones
Si Irene Vallejo utilizó un junco para contener el infinito, Luis Quiñones precisa de un vellón para fabricarle un continente, concretamente el de una oveja negra, que ya sé que el color le viene de antiguo como metáfora de singularidad, de rebeldía, pero puestos a ser oveja y negra me gusta imaginar que este miembro del universo ovino en particular es una merina negra, uno de esos magníficos animales que son estandarte de una tierra humilde y llena de buena gente como la siberia extremeña. Por magnífico, por humilde y por buena gente le vienen como anillo al dedo estas merinas a Luis Quiñones y a su nueva criatura literaria.
La oveja negra que devoró el manual de literatura dibuja un infinito un tanto más escueto que el de la obra con cuya comparación he comenzado esta reseña, pero es infinito al fin y al cabo. No me cabe duda que ambos autores coincidirán en que esa infinitud literaria no se escribe, sino que se lee, por tanto no importa la extensión de la obra que la contenga mientras consiga desatar en los lectores ese torrente de reflexiones, sentimientos, recuerdos y emociones que no hay junco, vellón, ni cualquier otro elemento construido o imaginado por la humanidad capaz de contener. Y este manual lo es, es una de esas obras personales que consiguen serlo tanto para quien la escribe como para quien la lee, que la trae a su terreno y la convierte en su guía de viaje en esa inevitable misión de cartografiar el infinito que nos imponemos las personas con cierta inquietud cultural, entendiéndose los mapas no como corsés sino como intentos de situarse en una realidad a duras penas aprehensible.
He tenido la fortuna de leer las dos obras anteriores del autor, Luis Quiñones, pero este es diferente. Aquí no es un autor de ficción, aquí es un profesor de lengua y literatura que escribe. Siendo como es de una generación cercana a la mía eso ya es un mérito. Somos muchos los que hemos desarrollado una afición a la literatura a prueba de bombas no gracias a los profesores de nuestra juventud, sino a pesar de ellos. O tal vez no de ellos sino del sistema que parecían obligados a utilizar. El aprendizaje reglado de la literatura de mis días de instituto fue un elemento disuasorio la mar de eficaz que me mantuvo bastante tiempo alejado de los libros, de hecho creo reconocer el momento en el que pensé «si leer es esto, no me interesa» y fue un examen sobre un libro de lectura obligatoria en el que la primera pregunta era «enumera los platos gastronómicos que aparecen en el libro», palabra arriba, palabra abajo. Si leer era memorizar datos sin reflexionar sobre lo leído, efectivamente no me interesaba entonces y sigue sin interesarme ahora. Pero llegados a estos días en que los de instituto están tan lejanos, cae en mis manos un libro como este y me reconcilio no con la literatura, con quien hice las paces hace muchísimo tiempo, sino con su enseñanza. No es que no se enseñe bien la literatura, es que o mi profesora o el sistema o yo mismo no fuimos capaces de hacer en aquel momento que aquello funcionara, pero sí se puede, Luis Quiñones lo hace y aunque no he asistido nunca a una de sus clases, puedo afirmarlo sin lugar a dudas porque lo hace en estas página y no sólo demuestra en ellas el nivel de conocimiento que podrán decir que le es exigible, sino porque en igual medida derrocha pasión y si bien contagiarse del conocimiento requiere de un cierto esfuerzo por parte del lector, no ocurre lo mismo con la pasión, que le envuelve a uno y lo lleva en volandas por cada una de sus páginas hasta convertir la lectura de La oveja negra que devoró el manual de literatura en una gratificante experiencia que va mucho más allá de lo que aprende o de lo que disfruta.
Hace tiempo me encontré a un amigo al que hacía años que no veía y al hablarnos de los caminos que habíamos seguido cada uno me dijo que el último año había sido profesor. Al preguntarle qué tal la experiencia me contestó que bastante bien, que solo le habían pegado tres veces. Siempre he defendido que la docencia es una de las profesiones más bonitas de mundo y tengo que agradecerle a Luis Quiñones y a su singular oveja negra que me lo hayan recordado y reafirmado.
No me atrevo a decir que es un libro necesario, seguramente escribirlo lo ha sido para su autor y una vez que lo ha hecho leerlo lo ha sido para mi y lo será para muchos, pero si lo adjetivara de esa manera parecería que lo elogiaba por su utilidad y no se trata de eso. Este sería un país mejor si lo leyera mucha gente, eso lo tengo claro, y aun sin leerlo sería un lugar mejor para vivir si el mismo espíritu que lo alimenta inspirara a profesores, estudiantes y en general a cualquier ciudadano en el ejercicio de sus responsabilidades. Pero esta oveja negra no es fantástica porque pueda ser útil, lo es porque sí, porque es un brillante ejercicio de sabiduría serena y contundente narrada con fluidez y con pasión. Y sí, la pasión puede ser una herramienta de transmisión de conocimiento, no el sentimiento que lleva a un hooligan a agredir a otro por el color de su camiseta.
Habla muy bien Luis Quiñones de todo lo que habla, de la historia de la literatura española principalmente, y habla también muy bien de todo lo que simplemente esboza y también de lo que no habla, pero uno imagina que piensa. Los infinitos es lo que tienen, caben muchas cosas en ellos. Y no cabe duda que a veces se muestra contundente en la expresión de sus opiniones, que entrelaza la historia y el presente y los cose con un compromiso político (en el buen sentido, que debería ser el único) que no por evidente resulta tendencioso ni panfletario. El autor opina, sí, pero argumenta y sustenta sus opiniones en datos y razonamientos. Lo hace como autor y defiende que se debe hacer también como profesor y no podría estar más de acuerdo. Opinar no es imponer esa opinión y es el lector, como en su caso hará el estudiante, quien saque sus propias conclusiones. No lanza Luis Quiñones sus lecciones al éter, las ancla en la vida real, en el presente, y se agradece que sea así en un mundo en el que hasta los hechos más evidentes parecen abandonados al vaivén relativizador de las presiones sectarias.
La oveja negra que devoró el manual de literatura se estructura, y creo que a estas alturas habrán entendido que no puede ser de otra manera, en lecciones. No en capítulos, en lecciones. Y hay cierto encanto mágico en esto, no sé si seré capaz de explicarlo. Si empecé hablando de esa frustración que sentía por la enseñanza que recibí, y apostaría que no soy el único, este libro me ha regalado una emoción muy especial, me ha hecho volver por un momento a aquellos días de instituto y disfrutar de ellos esta vez con un profesor carismático de los que le hacen a uno amar la materia y no solo aprenderla. He tenido la suerte de tenerlos en otros campos, pero no en este. Y cierra uno el libro con dos grandes satisfacciones, una la de poder decir por fin que tuvo un gran maestro de literatura, Luis Quiñones, que no sé ahora pero en mi época habría sido seguramente don Luis. La segunda es la que regala la última palabra del texto, una palabra que pocas veces antes me resultó tan luminosa, más cargada de promesas de regalos que todas las cartas de los reyes magos: continuará.
Andrés Barrero
@abarreror