Reseña de la antología “La poesía de los árboles”, editada por Ignacio Abella
La belleza y la emotividad recorren estas páginas desde la portada misma. Las impresionantes ilustraciones de Leticia Ruifernández acompañan la selección de Ignacio Abella de textos de todos los tiempos, géneros y nacionalidades para componer esta antología. La poesía de los árboles es una composición de cantos y reconocimiento al origen de la palabra, que como dice el editor en la introducción, ha girado en torno a leños quemados en el fuego del hogar o del bosque desde el principio de los tiempos.
Esta selección de poemas pretende “ser la semilla necesaria, como tantas otras, para repoblar este planeta enfermo y desarbolado, que clama por que volvamos a echar raíces de afecto e identidad en el paisaje que habitamos”. Pues reconocer la armonía que recorre a nuestros hermanos vegetales, tanto árboles como resto de seres vivos de ese reino, es un talento propio de quienes han consagrado su vida a la poesía. Desde un afán ecologista, quizás, como comenta el editor, pero siempre admirados por esas formas de vida que mantienen un ritmo de respiración pausado, inhalando durante el día y exhalando durante la noche. “¡Árboles!/ ¿Conocerán vuestras raíces toscas/ mi corazón en tierra? (Federico García Lorca, “Árboles”).
La poesía de los árboles es escuchada por el ser humano en cuanto que se permite salir del mundanal ruido. Ellos son espejos y compañeros de amor y fatigas. En esta antología se canta a su eternidad, a su enorme registro del tiempo con esos troncos anillados, al dolor del envejecimiento aunque forme parte del ciclo vital y su capacidad para conjurar la soledad en un alarde de lealtad transcendental. “Yo voy como el árbol solo,/ que estaba al pie del camino/ dándole sombra a los lobos” (Soleá, p. 168).
75 poemas con notas finales sobre cada una de las autorías que reconocen la potencia y a la par la sencilla fragilidad de los árboles. La poesía de los árboles lejos de ser un canto épico a su fortaleza, aunque también haya versos para reconocerla, pone de relieve la inmensa permanencia de los bosques, a pesar de la estupidez humana… “algo así/ como asistir a la poderosa fragilidad/ de las raíces de la menta/ levantando las piedras” (Julia Otxoa, “El tiempo de las plantaciones”, p. 190). Porque hoy día aún te encuentras en ocasiones recomendaciones “saludables” para retornar al contacto con la naturaleza y curar el malestar de Occidente. No deja de ser irónico que toda esa sabiduría ya esté recogida en esta reedición precisamente impresa en el papel, nieto heredero del amor que sientes al amparo de un frondoso roble, escondido en el hayedo o iluminado por el claroscuro del sinuoso castañal. “Con qué fijeza el gato/ mira el árbol inmóvil/ tras la ventana./ ¿Qué remota quietud comparten ambos?/ Se adormece en el gato la madera./ Abre el árbol los ojos extasiados” (“Quietud”, Susana Benet).