Enfrentarse a una novela de Michel Houellebecq siempre conlleva enfrentarse a uno mismo. Este eterno candidato a premio Nobel, díscolo, impredecible, visionario, insoportable para algunos e idolatrado por el resto, tiene esa indudable habilidad. Si algo hace perfectamente Houellebecq con su literatura es estamparnos contra un espejo, golpearnos la cabeza contra su cristal hasta hacernos sangrar y luego levantarnos el rostro por la barbilla para que miremos, para que contemplemos nuestro reflejo sangrante y comprobemos si lo que había dentro de nosotros, en efecto, era lo que pensábamos. Casi nunca lo es.
La posibilidad de una isla es una indagación completa en lo que llamamos amor. Su vertiente romántica, su lado carnal, su nacimiento, desarrollo y, cómo no, muerte. Con un profundo toque autobiográfico, como en todas sus novelas, Houellebecq también hace un acercamiento a las sectas religiosas y a la búsqueda científica de la vida eterna, para terminar estableciendo un sorprendente paralelismo entre las intenciones de unos y los logros de otros.
El relato en sí se estructura a través de la lectura que hacen Daniel 24 y Daniel 25, clones futuros, del relato de la vida de Daniel 1, el ser humano original a imagen del cual han sido creados. Los Daniel futuros, un par de siglos más adelante en el tiempo, habitan un mundo sintético, evolución del actual, en el que se ha sustituido la reproducción por la clonación, y el contacto directo por el digital. Aquellos seres humanos, pocos, que todavía permanecen en un estado “salvaje” han retrocedido en la escala animal y han sido exiliados fuera de las fronteras de los clones, separados de ellos por vallas electrificadas.
Por su parte, Daniel 1, monologuista francés en un tiempo contemporáneo al nuestro, triunfa a nivel internacional con un humor corrosivo y cínico. En la cima de su carrera se enamora de Isabelle, que dirige con éxito una revista para adolescentes, de las que todavía pueblan los quioscos. Daniel, narrador en primera persona, hace un recuento sincero de lo bueno, lo malo y lo pésimo del amor. Es descarnado siempre, brutal en ocasiones, pero también deja lugar para la ternura y el ensimismamiento. Como frente al espejo del que hablaba en el primer párrafo, el autor no sale en ningún momento de los límites que cualquiera con una vida amorosa ha podido experimentar, y sus reflexiones sobre lo cotidiano del amor se convierten en dardos envenenados de realidad que sirven una y otra vez para comparar su situación, ficcional, con la nuestra, de carne débil y duro hueso.
El paso del tiempo hará mella en la unión entre Daniel e Isabelle, en la que permanece el cariño pero va quedando olvidado por completo el sexo. La separación será inevitable, y Daniel partirá poco después a la búsqueda de otras aventuras con las que, por el contrario, nunca olvide el sexo para dar paso al cariño. Al mismo tiempo, se introducirá casi por casualidad en la dinámica de una secta, los elohiminitas, que proclama como tantas otras que provenimos de una cultura extraterrestre, pero que a la vez busca en el avance científico la salvación de sus acólitos.
La posibilidad de una isla se reedita ahora en el catálogo de Alfaguara (el único de los libros del francés que permanece fuera de Anagrama, si no me equivoco) y devuelve a las mesas de novedades una novela de prosa compleja (que no difícil) y estructura bastante original. Menos rica en subtramas que “Las partículas elementales”, comparte con ella el desarrollo de un personaje arrollador y con “Sumisión” una impecable capacidad para proyectarse hacia adelante en el tiempo. El tiempo ha tratado bien este último aspecto, y doce años después de su publicación original en castellano, “La posibilidad de una isla” sigue sin parecer anacrónica y desfasada, al contrario. El futuro que plantea, si bien en ocasiones resulta desolador, parece ahora más cercano y más posible.
Los que hayan disfrutado con las obras más celebradas de la primera época de Houellebecq no deberían dejar pasar la oportunidad para completar sus lecturas con esta. Para quienes no lo conozcan quizá no sea la mejor presentación, y sobre todo deberían abstenerse de leerla aquellos que no quieran apagar la última luz del día con el desasosiego de saber que no van a poder conciliar el sueño hasta que su cabeza termine de ordenar las miradas a su propia vida que Michel Houellebecq lanza casi en cada página.
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