La prima Bette, de Honoré de Balzac
A las vacas sagradas de la literatura universal no hay que tenerles miedo; si acaso, respeto, eso siempre, pero miedo ¡no! Porque el miedo fomenta prejuicios -y se retroalimenta de ellos- y esos prejuicios hacen que podamos fácilmente llegar a perdernos una experiencia lectora de lo más grato. ¿Quién iba a pensar que todo un Balzac iba a escribir una novela tan amenota, tan fácil de leer, tan folletinesca y tan jugosa como La prima Bette? Pues sí, oigan. Uno de esos libros que se pueden leer sólo para divertirse, que no es objetivo baladí. Y si encima admite varios niveles de lectura y nos ilustra, por ejemplo, sobre el París de mediados del siglo XIX, a la par que nos regala momentos humorísticos y un par de personajes de ésos que da gustito odiar, pues miel sobre hojuelas.
De La prima Bette se podría decir casi lo mismo que de la novella ejemplar de El curioso impertinente: que todos sus personajes son malos, y uno, necio en grado sumo. Pues aquí, no todos los personajes son malos, pero todos son lo que son en grado sumo, y sí, el personaje necio también lo es con avaricia. Es la cuestión que ese necio hasta lo irrisorio es el barón Hulot, cuyas calaveradas tolera con cristianísima resignación su mujer, que, todavía hermosa, languidece rodeada de mudos testimonios de la decadencia social y económica de la familia (en gran parte, debida a la irresponsabilidad del barón). La honestidad, la bondad y el espíritu de sacrificio vienen encarnados por la señora, también en grado superlativo, hasta el punto de que nos resulta una mártir de un hombre que merece mucho menos de lo que recibe; y, también, por su hija Hortense, casi tan desventurada como la madre y casi tan abnegada.
Con ser necio y perdido por su afición al bello sexo, alcanza el mentado barón el culmen de su necedad cuando se enamora de la señora Marneffe, casada con un funcionario enfermo y de mal agüero y siempre con la vista puesta en cualquier posibilidad de medrar, a la manera de muchas de las cortesanas de poca cultura pero mucha listeza que pueblan París y las páginas de esta novela. Valerie Marneffe, que así se llama, es casi tan mala como la Merteuil de Las amistades peligrosas y casi tan agradable de odiar, pero su maldad llega al paroxismo gracias a un fabuloso catalizador encarnado en la persona de la prima pobre de los Hulot, la querida Bette, una solterona virgen y pura que todo lo que tiene de casta lo tiene de mala, envidiosa y maquinadora. Y por envidia, y sólo por envidia a su prima más guapa, la baronesa Hulot, pondrá en marcha la querida Bette una conjura para destruir a toda la familia (aunque, la verdad sea dicha, el barón, y él solito, casi se basta y se sobra para ese cometido).
La prima Bette se lee como un folletín por entregas (y, de hecho, lo fue, sirva el dato para ayudar a desmitificar una vez más los clásicos, que si bien ahora lo son, no siempre lo fueron, cosa que debería resultar evidente pero no siempre lo es) y se rumia como una novela naturalista de trasfondo ruin y animalesco, porque casi todos los seres humanos que pululan por sus páginas son como bestias movidas por sus instintos, por su soberbia, por su codicia o por su envidia, que es una de las formas más tóxicas de maldad; los buenos -en realidad, sólo tres personajes hay de verdadero buen corazón- lo son hasta la santidad, hasta un punto que dan ganas de zarandearlos y despertarlos a la vida real, y los malos lo son sin pensar, lo son porque no pueden ser de otra manera. La prima Bette es mala, una bruja, con un poder maligno casi sobrenatural, convirtiéndose en arquetipo; es la mujer virgen malvada, la que se vendió al diablo a cambio de poderes destructores; quizá también la lesbiana reprimida que se confabula con el objeto de su deseo para destruir a quienes envidia. El barón Hulot es, ya lo dijimos, un payaso, pero un payaso malo, egoísta, incapaz de aguantarse las ganas ni por su hija, ni por la honra de su familia, ni por nada ni nadie.
La santidad beatífica, no necesariamente simpática, y la maldad diabólica y levemente irracional se turnan en las vidas de los Hulot y de su prima y de las múltiples compañeras del barón, así como de sus amistades de conveniencia, compadres de francachelas y ocasionales hermanos por parte de amante de turno; París se nos presenta como una Sodoma-y-Gomorra con sus propios barrios-dormitorio para la lumpen y su panda de arribistas despreciadores de todo lo que ellos mismos quizá fueron un día. El ambiente hace al hombre (y a la mujer), dice Balzac. Mientras tanto, nos regala escenas y comportamientos humanos muy parecidos a los de ahora y a los de cualquier otra época, y alguna que otra carcajada, porque el hombre también tenía un grato sentido del humor. No sólo denuncia -riéndose de ella y mostrándola en sus tonos más crudos, que son también los más ridículos- el vicio privado hecho público de la alta sociedad parisina de la época, sino que también hace lo propio con el vicio público que se trata de hacer privado, es decir, la corrupción de las instituciones públicas, el nepotismo, las cuentas B… ¿O es que pensábamos que eso era privativo de este siglo y de algunos países?
Se echa de menos -y quizá esto sí sea algo típico del gusto lector del aquí y ahora- un final algo más… tajante, sí, para los personajes principales, algunos de los cuales encuentran su destino de una forma que el autor nos escamotea un poco y nos hace pestañear -¡cómo! ¿ya?-, y otros, de una forma demasiado realista y demasiado poco misericordiosa.