Así como la realidad supera a la ficción en ocasiones, muchas veces una buena ficción es la mejor manera de explicar la vida. Es lo que ocurre con la maternidad en La primera mano que sostuvo la mía, la última entrega que llega al castellano de Maggie O’Farrell, después del excelente sabor de boca que nos dejó con Tiene que ser aquí.
O’Farrell es una narradora con talento, capaz de desenvolverse en épocas diferentes con una particular maestría para desarrollar un estilo detallista, rico, que sin embargo no recarga el resultado final de sus novelas. La primera mano que sostuvo la mía progresa en dos frentes: el Londres de la década de los cincuenta y sesenta, en plena y burbujeante recuperación posterior a la segunda guerra mundial, y las mismas calles medio siglo más tarde, con una ciudad transformada en decorado y sus habitantes reducidos a meros figurantes del sistema de consumo. Y para dos ciudades, dos mujeres. Por un lado Lexie, que deja su Devon natal para establecerse en la capital con Innes Kent, mayor que ella, casado, entregado a una vida libérrima y radicalmente diferente a la que conocía la joven Lexie en el campo. Por otro, Elina, llegada de Finlandia y siempre fuera de lugar, una madre primeriza que se despierta por las noches pensando que no ha dado todavía a luz y recuerda vagamente que tuvo problemas durante el parto, pero no sabe bien por qué. Entre ellas unos cuantos hombres que las entienden menos que los lectores, siempre un paso por delante de la mano de la narradora, y algunos secretos que entretejen pasado y presente y terminan haciendo encajar las piezas narrativas de un puzle simple pero efectivo.
A mí, que nunca he sido madre y nunca lo seré (salvo que la ciencia me sorprenda) me ha acercado más a ello este libro que cualquier manual científico sobre el tema. No puedo caminar sobre los zapatos de Lexie y Elina pero he llegado a comprenderlas y a compartir algunos de sus problemas a lo largo de las páginas. He sentido angustia con su desazón y alegría con su gozo, he mirado a través de sus ojos y he podido vislumbrar un universo que me es completamente ajeno.
Además me he enamorado de Lexie, como no puede ser de otra manera. La joven que comienza acercándose a la verja de su casa en Devon, curiosa y pícara, termina comiéndose las páginas. Se convierte en un torbellino que pone Londres a sus pies y nos hace desear dar un tener una cita en un café del Soho con ella, teclear artículos en su máquina de escribir o perder las horas muertas de su mano en galerías de arte. En fin, desear que pasen las páginas del resto para volver a encontrarla, como diálogos superfluos en una obra de teatro que solo vamos a ver para escuchar hablar al protagonista.
Con todo el mérito que tiene construir un personaje con tanto gancho, también se puede considerar esto mismo como es uno de los puntos flacos del libro, dado que tiende a oscurecer a su contraparte. Elina se difumina con el paso de las páginas y termina siendo instrumental en su parte de la trama (no diré más por no desvelar ningún detalle). Es cierto que su pareja, Ted, pasa al primer plano, pero le falta fuerza y la resolución del misterio que los envuelve a todos resulta un tanto predecible.
Sin embargo, no creo que los lectores acudan al encuentro de Maggie O’Farrell esperando que les lleve a una montaña rusa de emociones, así que no es impedimento para disfrutar hasta el final de su prosa, cuidada pero ligera, y de su magnífica ambientación. Un notable alto, por tanto, para esta nueva-vieja novela (es de 2010), y que pasen las siguientes (por favor).