La tierra que pisamos, de Jesús Carrasco

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Cuenta la leyenda que, el ser humano, tiende en momentos de su vida a la autodestrucción. Que la violencia forma parte ineludible de aquellos que nos gobiernan, o de nosotros mismos, poco importa la agencia del acto, sólo la consecuencia. Y así vivir se convierte, de la noche a la mañana, en una batalla, una guerra, imaginada o no, donde la supervivencia, o el simple acto de ver un día más, es una especie de ganancia entre tanta pérdida. Algo así debe suceder cuando uno escribe. Leí, hace no mucho, que la escritura es un acto de autolesión, un acercamiento al Thanatos, un impulso hacia una muerte que se considera una muestra de valentía por algunos, una prueba de estupidez para otros. Me imagino siempre que puedo a los escritores encerrados en un habitáculo, cerrándose al ruido, y combatiendo los fantasmas que anidan sus cabezas, sus cuerpos, aquello que se guarda en el esternón. Y me imagino a Jesús Carrasco a solas, dilucidando, pensando en cómo la violencia nos ha hecho lo que somos, o ha creado tantas pesadillas que un simple acto, una variación en nuestra realidad, un pequeño detalle, consigue cambiarlo todo por dentro y por fuera. La tierra que pisamos ejerce un punto de presión en ese intervalo de distancia entre el terreno llano y el precipicio, y nos anima a sumergirnos en una guerra que bien podría ser la de la humanidad porque, al fin y al cabo, de lo que aquí hablaremos es de ser libres dentro de nuestras propias cadenas.

Eva es una mujer que ha perdido mucho en la guerra. Su hijo, un marido cercano a la locura, la vida que llevaba. Pero un día algo va a cambiar. Aparecerá un extraño en las inmediaciones de su casa que hará que contravenga las leyes firmadas tras la anexión de España al Imperio, y destapará todos los fantasmas que ella lleva a sus espaldas. Una huida de sí misma que no podrá llevarse a cabo.

Hay libros que se esperan. Otros, sin embargo, pasan desapercibidos. Lo que sucede con la nueva novela de Jesús Carrasco es algo que suele darse con frecuencia cuando una primera novela – como lo fue Intemperie termina por encumbrarse gracias a la prensa y las críticas como una novela de culto, como una de esas rara avis que aparecen de pronto y parecen gustar a todo el mundo. Hay que dejar clara una cosa: yo no he leído su primera novela. Por eso, cuando empecé La tierra que pisamos lo hice rodeado de alabanzas hacia su anterior obra, de buenas palabras sobre lo que proponía, sobre la gran promesa que se veía en un escritor de mirada bastante huidiza. Alejándome, al empezar la novela, de todas esas voces que lo único que hacían era enturbiar la experiencia, me encuentro con una historia que se acerca de continuo a un punto donde parece que toda la tensión acumulada va a estallar, pero sólo lo roza, como si quedarnos ahí, en esa zona de seguridad, en esa sensación de que algo va a suceder, fuera lo correcto. ¿Lo es? He echado en falta algo. Y sé que esta frase es infantil. Pero no consigo poner en palabras, describir con exactitud, unir letras para confrontar la sensación, a ese “algo” que me ha hecho cerrar el libro con una mezcla de turbación y satisfacción a la vez. ¿Es una buena novela? Lo es. El autor ejecuta con el lenguaje un baile con el lector lleno de montañas escarpadas, piedras que duelen, y sangre que emana de las heridas de los combatientes. Pero sigo creyendo que hay algo que no se ha conseguido. Quizás sea yo como lector. Quizás la experiencia ha estado más empañada de lo normal. Preguntas que sólo podrán responderse más adelante.

No hay lectura sin consecuencia. La tierra que pisamos es una reflexión sobre la raza humana en toda regla, sobre cómo el poder, la política, incluso la naturaleza, vuelcan en nosotros un auténtico aluvión de violencia, sumisión y desesperación. Pero sobre todo es una obra que nos transmite el desasosiego de que, al final, cuando la guerra ha terminado, poco importa quiénes sean los vencidos y los vencedores. Todos han perdido algo que no podrán volver a recuperar.

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