A veces pasa que, cuando leemos un libro que no es necesariamente ni muy conocido, ni muy elogiado por quienes lo conocen, nosotros vemos claramente lo que es: una obra maestra. Entonces nos llevamos las manos a la cabeza: ¿cómo es que casi nadie más se ha dado cuenta, o casi nadie lo considera así? (Digo “casi” porque una búsqueda en Internet me tranquilizó, confirmándome que sí ha habido críticos que han dicho que La torre negra es lo que a mí me parece que es: un monumento literario, una obra adelantada a su tiempo, seguramente aún incomprendida, inmerecidamente arrinconada en la vasta categoría de libros menores, ni muy buenos ni malos, del montón, libros que se dejan leer, o, a lo peor, libros que están bien pero que pueden resultar aburridos y que, por tanto, están indicados sólo para unos pocos). Y por eso, La torre negra, que es en realidad la obra cumbre de P.D. James, quien es a su vez una de las autoras supremas de la novela de misterio, de todas las épocas, todas las lenguas y todos los subgéneros, no es ni tan conocida ni tan celebrada como, a mi juicio, debería ser. Quizá algún día lo sea.
Y sí, es la pura verdad: La torre negra no es ni será plato para todos los gustos. Ni siquiera, o muy especialmente, tal vez, del gusto de muchos amantes de la literatura de misterio. Porque La torre negra trasciende todos los géneros. Es, sencillamente, algo tan difícil de encontrar, un placer tan raro, como lo es un libro magnífico, maravilloso, un libro cumbre; cuando algo es así de bueno, poco o nada importan las etiquetas que se le quieran poner; su excelencia supera todas ellas y las muestra como lo que son, esfuerzos para limitar, reducir y clasificar lo irreductible e inclasificable. Es una muestra acendrada de un don, el de la literatura, que va más allá del mero talento, el cual, con ser valioso, es un ente más fácilmente explicable. El don, la genialidad, la libertad que ejerce un escritor cuando escribe lo que sabe y como sabe, a despecho de las normas no escritas de un género cualquiera, es algo que sólo cabe ser disfrutado.
Sin embargo, sí, La torre negra se adscribe al género de misterio, más concretamente a la tipología de novela-problema, en la cual han destacado, por alguna razón, los autores ingleses. P.D. James vuelve a recurrir a su protagonista más asiduo y más popular, el superintendente de Scotland Yard Adam Dalgliesh, policía-poeta, culto, refinado, muy británico, lánguido, frío como un pez pero entrañable, a su particular manera. De entrada, al lector le espera un preludio que marca el tono del resto de la novela: Dalgliesh acaba de recibir el diagnóstico de que no está enfermo de leucemia y de que su muerte no se espera a corto plazo, lo cual, como no es sorprendente tratándose de Dalgliesh, lo sume en una equívoca depresión. Además, ha dejado la policía y ya no quiere dedicarse a resolver asesinatos. Está aún convaleciente cuando decide que va a atender la llamada por carta -estamos en 1974- de un viejo amigo, el padre Baddeley, que vive en una pequeña y cerrada comunidad médico-religiosa de la costa de Dorset, cuyas necesidades espirituales atiende. La carta no desvela el motivo de la llamada del pastor, quien, como era de esperar, resulta haber muerto para cuando Dalgliesh llega a su destino.
La historia está ambientada en una comunidad muy cerrada, aislada del resto del mundo, tanto física como psicológicamente, y está poblada por personajes a cual más singular; casi todos son minusválidos postrados en sillas de ruedas, agrupados alrededor de una figura de líder carismático, el benefactor y fundador de la comunidad; también son personajes destacados el personal sanitario que los atiende y un par más de residentes. James deja muy claro en los compases iniciales que ni a los personajes, incluido el propio Dalgliesh, ni al lector le será posible abandonar Toynton Grange, que así se llama la residencia, y sus inmediaciones hasta que a la autora le parezca conveniente; la comunidad es como un círculo o un poblado maldito cuyos habitantes están condenados a no poder rebasar sus fronteras. Pacientes, trabajadores y residentes sanos forman una especie de clan cuyos miembros están fuertemente unidos entre sí por lazos de amor, odio, rivalidad, enemistad, alianzas prácticas y desprecios. No hay ni un solo personaje que a P.D. James le caiga en gracia, y esa misantropía -signo distintivo de la autora, por otro lado, famosa por el desdén y la crueldad con los que trata a sus criaturas de ficción- provocará que la novela participe de un más que llamativo feísmo; más que en ningún otro libro de P.D. James, desfilarán ante nuestros ojos personajes retratados como bajo un potente foco de luz fluorescente, observados con lupa todos sus defectos o simples particularidades físicas; recordaremos de esta novela personajes casi caricaturescos, con poros dilatados como cráteres, vello facial como cerdas de jabalí, vestidos y pintarrajeados como monigotes, de dientes descoloridos, frentes abombadas, piernas torcidas. El talento de la autora para la descripción le permite regodearse en tan crueles retratos. Sin embargo, justo es apuntar que esas caricaturas no son sino un reflejo fiel de la deformidad y las taras mentales, psicológicas y afectivas que sufren los personajes o que infligen a los demás. En efecto, se trata de personajes que es imposible querer, por los cuales ya es difícil sentir compasión alguna; de cada uno de ellos nos mostrará la autora breves pero elocuentes retazos de vida, con todas sus miserias, depresiones, complejos, traumas, sentimientos difíciles de expresar e imposibles de justificar. Son personajes perdidos, anulados, de sexualidades reprimidas o neurotizadas, incapaces de relacionarse normalmente con ninguna otra persona. Y Adam Dalgliesh, pese a ser un personaje prácticamente carente de desarrollo -lo que sabemos de él lo sabemos porque él accede a compartirlo con el lector, no porque la autora nos permita conocerlo como hombre ni como policía-, es por eso el único que sale indemne de su paso por estas páginas.
Se ha afirmado que el gran don de P.D. James, su personal aportación a la literatura de misterio, es que escribía novelas de misterio como si fueran simplemente novelas, y estoy completamente de acuerdo. Es cierto que en La torre negra hay asesinatos, luego hay un misterio que desentrañar, pero no es menos cierto que esos asesinatos no se presentan como bombas de enorme poder destructivo en medio de una sociedad o comunidad por demás ordenada y correcta, sino como sucesos que afectan al resto de personajes de formas tan imposibles de prever como reveladoras en sí mismas y desencadenantes de dramas humanos de magnitud incalculable que, estos sí, juntos y en cadena, cambiarán irremediablemente y para siempre aquella sociedad en la que han ocurrido. Los crímenes de P.D. James – y La torre negra es una perfecta muestra de ello- son, en el fondo, colosales McGuffins que hacen el papel de motor de un cambio que ya estaba en ciernes antes de ese crimen, y que éste no hace sino acelerar inexorablemente. Por eso, Dalgliesh no compartirá en ningún momento la cadena lógica o deductiva que lo ha llevado a descubrir la solución del enigma; esta simplemente nace en él y Dalgliesh es un mero activador de esa solución.
A pesar de ese escamoteo de información, P.D. James es una autora bastante justa para con el lector, y resulta admirable su intuición a la hora de administrar los datos, las pistas verdaderas cuidadosamente dosificadas y envueltas en banalidades o perdidas en escenas cargadas de todo tipo de información jugosa y colorida, pero por lo demás insustancial. Todo ello ocupa su lugar en la resolución final, y cada pista es debidamente rastreada, recuperada y explicada. Si Agatha Christie es la maestra de las soluciones sorpresa, P.D. James lo es de la colocación de las pistas.
El desenlace configura una secuencia memorable, a caballo entre lo tormentoso y terrorífico y lo onírico y surrealista. Y una parte nada desdeñable del protagonismo lo adquiere esa siniestra torre negra -inspirada, al parecer, en una edificación real, concretamente en la Torre Clavell (si buscan la imagen en Google, prepárense para tener pesadillas esta noche)- que parece tener vida propia pero que es, paradójicamente, símbolo de la muerte que preside toda la acción.
Hay que advertir de dos cosas sobre esta lectura. La primera: es lenta, muy lenta. Quienes busquen aquí una lectura de misterio con fines de evasión probablemente encontrarán irritante la morosidad de James, que describe ampliamente lugares -muy importantes en la narrativa de la autora-, personas, situaciones, escenas, detalles; incluso varias veces a lo largo del libro. La segunda: puede llegar a ser deprimente. No sólo el carácter desesperanzado de una comunidad formada por enfermos incurables sumidos en la melancolía, la amargura y la soledad, sino también el bache personal que está atravesando Dalgliesh contribuyen a ello; también el aislamiento algo irreal en el que viven todos los miembros de la comunidad. No hay en La torre negra apenas sitio ni tiempo para bellos sentimientos, con excepciones, que las hay; predomina el comentario social por parte de la autora, que pone al desnudo y hace irrisión de vicios morales y sociales tan extendidos en aquella época como en ésta; el postureo místico, los líderes de pacotilla aupados en realidad sobre los hombros de una irreprimible egolatría, la codicia sin límites, la malicia embozada en una apariencia de inocencia, el miedo a la libertad, la maledicencia… todo ello es claramente denunciado por una autora que jamás hizo dejación de su papel de crítica social, utilizando para ello un microcosmos ficticio creado a imagen y semejanza del mundo real.
Al final de todo, en La torre negra tenemos, además, una ingeniosa trama criminal, que sigue siendo perfectamente válida a día de hoy, con una solución y un misterio soterrado muy bien pensados y capaces de agradar al lector de misterio más exigente.
No podria estar más de acuerdo.
Es una novela fascinante. Magica.
P.D. James te envuelve en una atmosfera muy especial.