La trabajadora, de Elvira Navarro
La ciudad fabrica los trastornos. Los amasa, convirtiéndolos en personas de carne y hueso, para después vomitarlos en sus aceras. Son ellos y no otros los que pasan la vida a través de unas gafas contaminadas, a través de un pensamiento fragmentario, de alucinaciones convertidas en monólogos internos y batallas contra enemigos imaginarios. Las ciudades, con sus edificios y su calor asfixiante, crean sudor donde debiera haber tranquilidad, desconfianza donde el sexo debiera ser infinito placer, o simple negación cuando la realidad es tan jodida que es imposible abarcarla con las manos. Y ahí, en un pequeño resquicio entre los pliegues del cuerpo, se esconde La trabajadora para recordarnos que lo que hablamos, lo que hacemos real, puede no serlo pero al menos lo sentimos, como propio, como un incesante lluvia que moja los inviernos y sofoca los veranos, que convierte los trabajos en suicidios colectivos, el arte en un mero pasatiempo para esquizofrénicos, o la vida tras la ventana en una especie de película de terror en la que el resguardo de una habitación sólo permite seguir con el cautiverio. Será la ciudad, o los trastornos, o ambas cosas a la vez, los que conmuevan un corazón que late a otro ritmo, a otra onda, mientras la medicación fluye entre la sangre o llega al cerebro para apagarlo o encenderlo. Será pues, en un simple minuto, una historia de nuestros días que simplemente, y ahí está lo importante de todo esto, se convierte en un disparo que traspasa la sien y nos deja sin el último aliento.
Elisa corrige libros para el mundo editorial. A falta de unos ingresos que le permitan sobrevivir, decide alquilar una habitación en su casa a Susana, a iniciativa de su colega Germán, que la acabará arrastrando por su propio trastorno, haciendo que se difumine la delgada línea que separa la locura de la realidad, si es que alguna vez hubo separación.
La vida, mientras se vive a través de los libros, es mejor vida o a veces esa especie de montaña rusa que elimina los mecanismos de defensa y por la que entramos en un universo completamente distinto. Elvira Navarro no crea, ella destruye. Y lo hace con la forma que tienen los sastres de crear un traje a la medida del mundo, con las costuras bien fuertes y anudando las vidas de sus protagonistas a la de los lectores que, como yo, viajamos por el tiempo con los ojos cerrados y el alma dividida entre la pasión y la tranquilidad. La locura, en todas sus variantes, es quizás sólo el invento creado para sobrevivir, para anclarnos a un mundo que aunque caótico es el nuestro, pero al que no somos capaces de hacer frente por las buenas. Buscamos recodos, atajos, pequeños callejones que nos conviertan en gatos pardos, en salvajes consumados, o en simples marionetas que pasan de puerta a puerta ignorando que su destino ya estaba escrito de antemano. La trabajadora, como ese destino que aflora desde la misma raíz, es un golpe dirigido a los pulmones y que elimina el trabajo y convierte la respiración en algo falible, que se estropea, porque al recoger el aire lo único que descubrimos es que, en ese automatismo, la contaminación ya ha hecho mella y nos ha convertido en muertos vivientes en una ciudad que fagocita aquellos cuerpos que no le son convenientes. ¿Pueden las calles fabricar la enfermedad mental que nos atacará de improviso? Lo pueden, mientras nuestro cerebro, la química del cuerpo que transforma lo saludable en podrido, aunque miremos para otro lado.
Cuesta trabajo definir las sensaciones que produce La trabajadora. Y cuesta por haberse escogido las palabras con tanta precisión, con ese poder que imprimen las palabras en el cuerpo de una escritora, en este caso Elvira Navarro, que cuenta en su haber con ese don que corresponde a todo aquel que tiene en su interior una historia que quiere salir y lo hace convertida en novela. No estamos ante un texto sencillo, no lo estamos porque lo mental, la enfermedad y la locura, no son sencillos de describir. Pero ella lo hace, lo convierte en una tormenta en el vaso en el que todos nos vemos inmersos, día a día, noche a noche, soledad a soledad. Una historia del fracaso, de la caída y la supervivencia, en un mundo donde ni siquiera la luz puede abrigar y sí convertir un cuerpo, el nuestro, el de todos, en simple piel que refleje que la realidad golpea como un puñetazo en el pecho y que provoca la muerte súbita de un lector que, entregado a la causa, da su vida para llegar a ese final que, con todas las de la ley, es la existencia reflejada en una simple frase.