Cuenta Giorgio Terruzzi que todos a los que pregunta sobre ello, periodistas, conocidos, pilotos, son capaces de recordar lo que estaban haciendo en el momento exacto en el que supieron de la muerte de Ayrton Senna. Yo también, lo reconozco, tengo una memoria concreta de aquel domingo de mayo, una de las más vívidas que conservo de mi adolescencia, y eso que ha transcurrido casi un cuarto de siglo.
Senna no ha pasado a la historia como el mejor piloto en cuanto a victorias o títulos mundiales. No lo es ahora, pero es que ni siquiera lo fue en vida. Prost, Schumacher y los actuales Hamilton y Vettel superan sus registros, aunque también es justo admitir que, sobre todo en el caso de los dos últimos, hablamos casi de un deporte distinto. Sin embargo, ninguno de ellos alcanza el carisma del paulista, su imagen de leyenda, ninguno ocupa su hueco en el imaginario popular. Por su carácter en la pista, por sus polémicas fuera, por su temprana muerte haciendo aquello que lo había llevado a la cumbre, Senna se alza por encima de cualquiera y será difícil que llegue alguien para bajarlo de ese trono en estos tiempos de héroes demasiado perfectos.
El recurso de Giorgio Terruzzi para contar su vida en La última noche de Ayrton Senna (suite 200) es clásico, y bebe del mismo subgénero que las historias de condenados a muerte que aprovechan sus últimas horas en la celda para expiar sus pecados. En ese sentido, nada nuevo, pero sí original en este contexto. Al principio resulta chocante: aparecemos en la habitación del Hotel Castello durante las horas previas al Gran Premio de San Marino de 1994 y contemplamos a un Senna reflexivo e inseguro que repasa su relación amorosa en presente con Adriane Galisteu, el amor-odio que siente por su familia y, solo de fondo, piensa en la muerte de Roland Ratzenberger, ocurrida unas horas antes en el mismo circuito en el que va a correr al día siguiente. Conforme pasan las páginas y las horas de esa última noche, Terruzzi se centra más en los hechos y un poco menos en la reflexión y el lector se familiariza con su voz y su cadencia. Tiene el buen gusto de narrar en tercera persona, sin caer en la trampa de hacer hablar a los muertos, y el texto (en la traducción de David Paradela López) discurre de manera solvente y poco recargada, algo de agradecer en unos tiempos en los que la crónica deportiva se ha convertido en uno de los subgéneros más dados al adorno y al adjetivo innecesario. La trayectoria de Senna queda finalmente cubierta sin lagunas, desde su comienzo en el karting hasta el mismo día de su muerte, pasando por los difíciles tiempos en las categorías inferiores británicas y la gloria de sus mejores años. Sin embargo, las descripciones de Terruzzi dan una mejor idea del carácter de Nelson Piquet o del entorno de Angra dos Reis, donde Senna tenía su retiro brasileño, que de cualquiera de los circuitos del mundial, y sus aventuras amorosas y otros problemas fuera del Gran Circo nos hacen descubrir un perfil de Ayrton alejado de sus grandes gestas.
Uno de los mayores inconvenientes de La última noche de Ayrton Senna (suite 200) es que puede caer en tierra de nadie. No es para no iniciados, eso seguro, y quienes busquen una biografía completa del mito, con fechas, datos y estadísticas, tampoco encontrarán en él un texto especialmente profuso ni ordenado. No obstante, los que tienen grabado en la memoria dónde estaban aquel uno de mayo y quizá acaban de caer en ello, sí podrán a través de él tirar el hilo de la memoria, hacer un recorrido sentimental imperfecto que les llevará a rebotar de nuevo entre nombres que creían perdidos como Xuxa, Gerhard Berger o Fernando Collor de Melo. Y con ello recordarán lo bueno que era Ayrton Senna y lo pronto que se marchó.