La venganza viste de Prada, de Lauren Weisberger
Hace unos años – muchos, casi en mi adolescencia -, cuando yo iba a trabajar, pensaba que me había caído en gracia algo así como ir a una especie de patíbulo y que me esperaba, nada más y nada menos, que la horca como método para terminar con mi vida de una forma absoluta. Todo se resumía en lo siguiente: mi jefe era un cabrón. Todos hemos tenido algún que otro jefe al que hubiéramos querido ver caerse por las escaleras, al que hemos deseado todos los males de este mundo, y del que nos hemos cagado en todo por el simple placer de despotricar con nuestros amigos mientras una cerveza hacía acto de presencia en la mesa. Dicen que eso es el mercado laboral, aunque yo no lo tengo muy claro. En cualquier caso, hablo de esto porque vuelve a nuestras manos una de las jefas más odiadas por los lectores, un gran diablo que no tiene cola puntiaguda pero con sus tacones hace el mismo daño, y es que en La venganza viste de Prada asistiremos a la presencia diabólica y perjudicial de Miranda Priestley, que si bien no es nuestra jefa, la odiaremos igual, casi tanto como ya lo hicimos en la primera novela, y que nos devuelve al mundo del lujo y el glamour, cuando eso lo único que significa es sacrificio y miradas por encima del hombro. Nadie dijo que el trabajo fuera fácil, de hecho algo malo tiene que tener cuando nos pagan a final de mes por ello, pero oye, eso no quiere decir que por el camino no pueda salir una pequeña sonrisa de vez en cuando. Al fin y al cabo, ¿qué es esta vida si perdemos el humor ante lo más rastrero? Pues eso mismo, un aburrimiento puro y duro.
Andy ya no es la chica que era. Se ha casado, ha creado su propia revista, y parece que la vida le sonríe. Pero todo vuelve a torcerse cuando entre en escena Miranda, su némesis, la persona que le hizo un año de su vida una tortura. Porque cuando pensaba que ya se había librado de ella para siempre, el pasado vuelve con toda la fuerza que no se esperaba.
Uno de los grandes errores a la hora de meterse de lleno en esta novela es pensar que seguirá la estela que ya dejó Lauren Weisberger en su antecesora El diablo viste de Prada por una sola cuestión: el tiempo ha pasado para todos. Ya no somos esos jóvenes que miraban la vida con la misma ironía y el mismo sarcasmo – y, si se me permite, la misma mala leche – que parecía dejarnos la puerta abierta para ir contra todo lo que no nos gustaba de nuestro trabajo. Sí, es cierto, estamos ante los mismos personajes, ante la misma jefa que odiaríamos si la tuviéramos por encima en la escala jerárquica, pero lo que está claro es que junto con la madurez, parece prescribirse una especie de relajación, algo menos de mala uva, y otro tipo de intereses. Si en la anterior novela Andy intentaba por todos los medios hacerse un hueco en el mundo laboral, en La venganza viste de Prada asistimos a cómo la misma protagonista quiere otras cosas, más terrenales sí – a saber: marido, hijos y un trabajo que le permita vivir sin complicaciones – pero no exentas del peligro que supone cruzarse en el camino de la eterna Miranda, que parece estar en todos los sitios a pesar de su aparición en simples ocasiones. Porque aunque no lo parezca, ella no es la protagonista del cuento, de la novela, la protagonista es Andy, Andrea, o mejor dicho, los sueños de Andrea que se ven truncados, de nuevo, cuando la jefa diabólica se interesa por algo que ella tiene y que no está dispuesta a soltar.
Describir una obra nunca es lo suficientemente fácil como para hacerle justicia. Supongo que, siendo todo lo precavido que puedo ser para no desbaratar el argumento de La venganza viste de Prada habría que decir que sí, es una novela perfecta para la desconexión, para no pensar demasiado, para disfrutar con una lectura que dibuja una pequeña sonrisa y que convierte a Lauren Weisberger en una autora de éxito que ha sabido rentabilizar su odiado trabajo en historias que los lectores nos llevamos a las manos. Ser un libro en este mundo caótico no es fácil, al igual que no lo ha sido nunca aguantar a un jefe despótico, pero lo importante es hacerlo, al menos, siempre con una sonrisa. Eso es lo importante, o al menos, eso quiero pensar.