Tenía cinco años cuando mis compañeros de clase y yo fuimos por primera vez a la biblioteca municipal. Nos sentamos en una sala y apagaron las luces. Entonces, sobre una gran tela blanca proyectaron las imágenes de un travieso niño disfrazado de lobo. La cálida voz de la cuentacuentos nos relató cómo la madre lo castigaba sin cenar por haberse comportado como un monstruo. Pero, nada más cerrarse la puerta de la habitación, las paredes se transformaban en un bosque y ante el niño aparecían un mar y un barquito. Sin dudarlo, se montaba en él y viajaba hasta el país de los monstruos, donde lo proclamaban rey por ser el más temible de todos ellos. Me quedé totalmente embelesada con ese cuento, que, por si todavía no lo habéis adivinado, era Donde viven los monstruos, de Maurice Sendak. Y sí, ese fue el día en el que me enamoré de la literatura.
Años después, vi Dentro del laberinto en la televisión, donde el malvado rey de los goblins robaba el hermano pequeño de Sarah y le advertía que, si no lograba atravesar el laberinto y llegar al castillo en menos de un día para rescatarlo, él se quedaría con el bebé para siempre y lo transformaría en uno más de los goblins a su servicio. No hace mucho supe que esta historia, que es mi película infantil favorita, está inspirada en Al otro lado, también obra de la maravillosa imaginación de Maurice Sendak.
¿Cómo no voy a sentir una enorme gratitud hacia él si es el creador de los mundos que me fascinaron en la infancia? Por eso, cuando vi que Kalandraka reeditaba su primer libro, La ventana de Kenny, publicado por primera vez en 1956, una sonrisa nostálgica invadió mi cara y me lancé a leerlo.
La habitación vuelve a ser el escenario donde el niño protagonista da rienda suelta a sus fantasías, pero, esta vez, Kenny no está encerrado allí como castigo, sino que ha creado en ella su propio reino, donde convive con su mascota y sus juguetes; como el osito Bucky, su más viejo y apreciado amigo, o los soldaditos de plomo, con los que suele desahogarse. La ventana de Kenny tiene un tono distinto al de Donde viven los monstruos, pues es un cuento mucho más tierno y filosófico, pero los dos ahondan en el miedo al abandono, en la necesidad de afecto y en el poder de la imaginación para hacer frente a los temores y problemas.
La ventana del cuarto representa la frontera entre el mundo infantil de Kenny, ese que conoce y en el que se siente protegido, y el desconocido mundo adulto, en el que presiente que tendrá que aventurarse tarde o temprano. A través de las conversaciones del niño con sus queridos juguetes y otros personajes fantásticos que surgen de sus sueños, Sendak vuelve a demostrar que con los ojos de un niño se puede ver mucho más allá, igual que hiciera Antoine de Saint-Exupéry en El principito.
Ojalá que los niños de hoy lean estos cuentos y sientan lo que yo sentí aquella mañana en la biblioteca municipal. Con sus ilustraciones y su historia, Maurice Sendak me hizo saber que en las páginas de los libros, y en la imaginación de todos nosotros, hay mundos enteros por descubrir. Desgraciadamente, nunca podré agradecerle el regalo que me hizo, pero espero que esta pequeña reseña sirva como homenaje.