… mas desperté del dulce desconcierto
y vi que estuve vivo con la vida,
y vi que con la vida estaba muerto.
No son versos de Calderón, sino de Quevedo. Y aunque las diferencias entre ambos son palpables -pues mientras el segundo nos narra un sueño erótico, el primero nos ofrece una visión metafísica de la vida-, lo cierto es que la metáfora de la vida como sueño parece haber inspirado a más de un grande de nuestro siglo de oro. La metáfora, desde luego, no es cosecha de don Pedro, sino que se remontaba bastantes siglos atrás. Calderón, sin embargo, tomó como punto de partida este viejo concepto platónico y creó una obra maestra universal cuya influencia se extiende hasta la cultura popular de nuestros días. ¿Qué son películas como Matrix, Inception, Desafío Total o incluso Pesadilla en Elm Street, entre muchas otras, sino nuevas aproximaciones al tema de la realidad frente a la fantasía?
¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión.
Quiero creer que cualquier español, incluso aquél que, como nuestros líderes políticos más significados, no lea más que tuits, reconocerá estos versos calderonianos que, como muchos otros de La vida es sueño, han pasado a formar parte del acervo popular. Sin embargo, con el paso del tiempo, y por el motivo que sea, el aspecto visual de la obra ha quedado a la sombra de los versos. Dicho de otra manera: decimos Hamlet y todo el mundo tiene ante sí al príncipe danés hablando a la calavera de Yorick. Decimos Romeo y Julieta, y vemos a nuestros tortolitos haciéndose arrumacos en el balcón veronés. Decimos Segismundo y… ¿qué vemos, míseros de nosotros? Pues bien, aquí es donde entra en escena, nunca mejor dicho, esta excelente adaptación del clásico de Calderón.
Porque La vida es sueño, como cualquier obra de Hamlet, Sófocles o Tennesee Williams, está repleta de imágenes icónicas que el nombre de Segismundo debería evocar en nosotros. Sin ir más lejos, ¿qué imagen hay más poderosa que la del hombre encadenado en una torre desde su niñez? Y esta es sólo una de las muchas imágenes memorables que encontramos en este fantástico trabajo de Ricardo Vílbor (guión), Alberto Sanz (dibujos) y Mario Ceballos (color), que recuperan para el lector, tanto para el que ya la conoce como para el que se acerca a ella por primera vez, una obra de absoluta vigencia.
Claro que, hablando de vigencia, el lenguaje del siglo de oro, como muy acertadamente se apunta en la introducción, puede en algún momento espantar al lector joven. Es posible que, en general, la lectura de nuestros clásicos necesite cierta preparación. Al fin y al cabo, no podemos pedir al que no ha leído más que Harry Potter o El señor de los anillos (sin el menor ánimo de desmerecer) que abrace con entusiasmo una obra que empieza de esta guisa: Hipogrifo violento / que corriste parejas con el viento… Por eso brilla Vílbor en su adaptación del texto original, que, sin perder de vista el espíritu de la obra y manteniendo sus versos más conocidos, lo agiliza y hace más accesible. Y que canten misa los puristas.
El primero de los tres actos se abre con peces muertos, un recién nacido maldito, y una atmósfera envuelta en un rojo sangriento. Los lectores de novelas gráficas no acostumbramos a dar al color la importancia que se merece. Por ello es de agradecer el interesantísimo making of que tenemos al final de este libro, que nos hace pasar las páginas hacia atrás para apreciar de nuevo las ilustraciones, de estilo ágil, atractivo y sin florituras estilísticas, y sobre todo, el extraordinario uso de la luz, que tanta importancia tiene en esta historia y, como nos recuerdan en las viñetas finales, en el teatro. Que es de lo que se trata.