¿No os ponen muy nerviosos esa clase de personas que usa constantemente frases del tipo “como yo siempre digo”? A mí sí. Me parece muy arriesgado sentar cátedra de esa forma. Es darse demasiada importancia. En fin, centrémonos en el libro que nos atañe.
Como yo siempre digo, la religión me parece uno de los peores inventos de la historia. Creyentes del mundo, a mí no me miréis, yo no tengo la culpa de que todas y cada una de vuestras religiones hayan resultado ser un auténtico fracaso. ¿O me vais a decir que todas esas muertes y guerras por motivos religiosos tienen alguna justificación? Venga ya, yo también prefiero declararme atea por la gracia de Dios. En realidad deberíamos haber seguido adorando al sol, a la lluvia y cosas de ese tipo. Aunque visto lo imbécil que el ser humano también ha resultado ser ya habríamos encontrado los motivos para matarnos los unos a los otros. “Sol mío. Tú tinieblas” y al carajo otro australopithecus. No sé cómo no nos hemos extinguido ya.
Después de esta introducción tan melodramática, os daré una razón por la que no nos hemos extinguido: la literatura. ¿Queréis otra? Esta novela: Lamentaciones de un prepucio. Menos mal que seguimos aquí para poder quejarnos.
Blackie Books, (hola, creo que me estoy convirtiendo en vuestra reseñista oficial), edita esta novela escrita por Shalom Auslander. El título es demasiado sugerente, no os voy a engañar y sí, sólo por eso ya quería leerlo. ¿De que tendrá que quejarse un prepucio? Ay, si los prepucios hablasen. Ay, si todos esos prepucios circuncidados pudiesen escribir habrían escrito esta novela. (Intentemos borrar esa imagen, por favor).
Shalom, el autor, proviene de una familia judía ultraortodoxa y este libro es el relato de sus memorias, que giran en torno a la religión y su máximo representante: Dios. ¿Por qué esta obsesión del autor con Dios? Es fácil. Si te has criado en el seno de una familia y un entorno tan sumamente religioso es normal que al final acabes hasta las narices, por decirlo delicadamente. ¿Qué niño puede entender que existe un Dios que exige y prohíbe tanto?, ¿Cómo va a entender un niño que si te portas mal, que si no sigues las leyes de su doctrina, ese Dios te castigará? Da miedo, qué queréis que os diga. Y eso le ocurre a nuestro protagonista, que acaba viviendo completamente atormentado por ese Dios.
Lamentaciones de un prepucio son pues las memorias de Shalom, un joven judío que no entiende del todo su religión y que cuestiona sus tradiciones una y otra vez, pero que no puede simplemente pasar de ella. Dios es cruel. Su Dios está siempre ahí para juzgarlo, para que no se aleje demasiado del redil.
La lucha del protagonista con Dios es una batalla grotesca e hilarante. Shalom incumple casi todo lo que está en su mano: se atiborra de comida no kosher a escondidas, colecciona revistas pornográficas, roba, miente, fuma… Lo normal en un adolescente. Solo que su religión no le permite ser un adolescente más. Evidentemente, luego viene la culpa y los pactos y diálogos imposibles con Dios. Y te tienes que reír, porque el ingenio y la ironía son la base de este libro.
Hasta el propio joven decide marcharse a Israel para ver si es capaz de reconducirse dentro de su doctrina y la familia, aterrorizada ya por el rumbo que estaba tomando su hijo, se pone realmente contenta.
No os diré si realmente dios es tan cruel. Ni siquiera os diré si este Dios sigue atormentando al autor. Tendréis que juzgarlo y adivinarlo vosotros mismos. Lo que si os diré es que esta novela es realmente divertida, que aunque el autor parezca estar en ocasiones como una cabra, tiene todos los motivos para estarlo. Un libro que, aparte de entretener y divertir, nos hace reflexionar. Y buena falta nos hace.