«Aviso: Las personas que intenten encontrar un motivo en esta narración, serán perseguidas. Aquellas que intenten hallar una moraleja, serán desterradas. Y las que traten de encontrar argumento, serán fusiladas. Por orden del autor, el jefe de órdenes».
Y después de semejante aviso, que aparece en la primera página de Las aventuras de Huckleberry Finn, ¿cómo reseño este libro sin contradecir las órdenes de Mark Twain? Espero que me perdone, allá donde esté, si me meto en cuestiones de argumentos, pero no me queda más remedio para situar al personal, si es que aún hay alguien que no haya oído hablar nunca de Huckleberry Finn, uno de los niños más pillos, a la par que adorables, de la literatura universal.
En 1876, Mark Twain publicó Las aventuras de Tom Sawyer, y en ese libro aparecía ya Huckleberry Finn, el hijo del borracho del pueblo. Este personaje secundario tenía tanta personalidad que merecía su propia novela, y Mark Twain tardó poco más de una década en dársela. Al final de Las aventuras de Tom Sawyer se contaba que la viuda Douglas adoptaba a Huckleberry Finn para darle una vida mejor, pero al principio de Las aventuras de Huckleberry Finn ya nos dice él que no lleva bien la vida con normas y horarios. Por acontecimientos que no desvelaré, Huckleberry Finn no se lo piensa dos veces y huye por el río, subido a una balsa, sin otro propósito que vivir miles de aventuras. Y pronto lo acompaña en sus andanzas Jim, negro y esclavo, que también ansía ser libre.
Es verdad que el protagonista de este clásico de la literatura infantil es un niño deslenguado, mentiroso y hasta ladrón. Y que encima ve a Jim como un ser inferior. Pero eso no quiere decir que Huckleberry Finn sea malo y racista, sino que refleja la mentalidad de una época, de una clase social en particular y de un país en general. Y como además es un niño, su forma de reflexionar sobre todo lo que ve y oye nos divierte, sí, pero también nos hace percibir mejor las contradicciones e hipocresías del mundo adulto.
Por eso me sorprende que en recientes ediciones de Las aventuras de Huckleberry Finn se hayan censurado los insultos raciales, prueba evidente de que no se han leído el libro o no lo han querido entender, y en pos de lo políticamente correcto y convencidos de que los lectores son incapaces de captar ironías, han preferido ultrajar una obra maestra. No me sorprende entonces el aviso de Twain de la primera página, que ya se veía venir las críticas, pero me apena que sigamos en estas más de un siglo después.
Así que si el escritor estadounidense se remueve en su tumba, seguramente no será por mí, pues yo no puedo más que deshacerme en elogios con esta divertidísima novela sobre la infancia y la amistad, que es una parodia genial de las novelas de aventuras y una crítica social incisiva y atemporal a aquellos seres humanos que maltratan a otros seres humanos. Un clásico de la literatura por derecho propio, y si aún levanta ampollas, con más motivo merece la pena leerlo.
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