Reseña del libro “Las ballenas cantan jazz: La ciencia desde el asombro y la belleza de lo desconocido”, de Mario Viciosa
Que yo sepa nunca me he topado con un extraterrestre y de haberlo hecho dudo que estuviese interesado en conversaciones de ascensor. Arriesgarse a hablar de comida es dar ideas. El encuentro se resumiría en un silencio incómodo mientras observo el manojo de llaves, dándole vueltas como si acabase de descubrir el metal. ¡Y hasta aquí la aventura! El imaginario colectivo nos ha enseñado a temerlos, o cuanto menos a ser prudentes, así que mejor huir para poder vivir la siguiente lectura.
Pero en la Tierra hay más de ocho mil millones de personas y no todas se entierran en su madriguera. Por ejemplo, «a alguien» se le ocurrió la genial idea de enviar dos sondas espaciales que contenían un disco de oro con la localización de nuestro sistema solar y de la tierra; algunos datos sobre nuestra especie, los diferentes idiomas que hablamos, la música que tocamos… les faltó una invitación a cenar. Por eso, si los encuentran —y nos encuentran—, no sabemos a qué hora llegarán y nos pillarán en pantuflas con los platos por fregar.
El periodista Mario Viciosa comienza hablando de este tema en su libro Las ballenas cantan jazz: La ciencia desde el asombro y la belleza de lo desconocido, publicado por el sello Ariel. En esencia se trata de un ensayo de divulgación científica, pero abordado de una manera peculiar. El autor imagina que un ciudadano aleatorio de la tierra llamado Bob (B.) escribe veintiocho cartas a un ente alienígena llamado Alice (A.), todas ellas acompañadas de un recorte de periódico en el que se destaca un titular de actualidad sobre el que hablará en la carta. Una técnica que me recuerda a las cadenas de cartas que nos enviábamos como iniciativa de alguna revista, en la que contabas tu vida a un perfecto desconocido sin esperar siquiera una respuesta.
El terrícola Bob reúne esas cartas en siete paquetes, siete envíos o siete bloques del libro que tratan disciplinas tan dispares como la física, la biología, la química, la geología… tal y como se contaría entre colegas de profesión, mezclando datos más técnicos con asuntos personales y preguntando a ver qué tal le va a la familia del otro. De este modo, en lo que parece que se va por las ramas, como ocurre a menudo con las cartas escritas a mano, nos instruye sobre los pormenores del universo y su composición; los elementos de la vida, los churros y la modificación genética; lo curioso del sexo y del lenguaje —por qué las ballenas cantan jazz—; cómo el cerebro interpreta, o malinterpreta a conciencia, el color o el sonido; el texto hace referencia a situaciones de emergencia como la pandemia, las vacunas o lo acontecido en La Palma con el volcán a modo de excusa para tocar temas de ciencia; fenómenos invisibles como la gravedad y las ondas electromagnéticas comparadas con el batir de alas de la cigüeña y el colibrí; y otros temas controvertidos como la medida del tiempo, la materia oscura, los universos paralelos e incluso se atreve a comparar el ordenador cuántico con el principal motivo de debate de nuestro país: la tortilla de patata.
Cada carta se podría leer por separado, porque aunque en la parte inicial en la que habla del universo parece seguir un orden, después se centra en destacar lo que le llamaría la atención del mundo de no vivir en él. A modo de ensalada informativa, sin seguir una línea argumental determinada. Y firma de manera amistosa comentando lo que hablará en la siguiente entrega.
Las ballenas cantan jazz me ha sorprendido por lo bohemio, un adjetivo que la ciencia del orden, con su lenguaje racional y preciso, no se suele permitir. Tampoco había leído nunca un ensayo epistolar y mucho menos me veía siendo el lector espía de la correspondencia entre seres de diferentes planetas. El libro trata la divulgación científica con la fascinación de un niño a través de un texto adulto. Resalta la belleza de lo natural y lo asombroso del desarrollo tecnológico desde una perspectiva personal, más literaria que técnica, con lo que inyecta esa emoción que falta en los estudios serios.
La novedad me descolocó al principio porque tiendo a «encender un chip diferente del cerebro» según si me enfrento a una novela, con sus dobles sentidos y expresiones más rebuscadas, o a textos académicos, claros y directos. Este libro me ha obligado a funcionar con los dos al mismo tiempo, por lo que requiere un nivel de concentración superior. Al mismo tiempo, ha hecho que me sumerja en la hipótesis de qué pasaría si la alienígena Alice existiese, ¿cómo se tomaría toda esa información? Rozando la filosofía, me he ido montando mi propia historia en la cabeza. ¡Una lectura nada desaprovechada!
Aunque el título ya apuntaba maneras alternativas, también da una pista sobre la gran cantidad de referencias musicales que acompañan a algunas afirmaciones. No en vano, el autor ha recopilado toda la lista de canciones y álbumes en un apartado final. Me lo he tomado como una vía alternativa de conectar con la lectura. Las he disfrutado sintiéndome parte de una reunión clandestina en un bar de subsuelo, con la banda de música al fondo, en medio de una noche tranquila.
En cierto modo, Las ballenas cantan jazz invita a tomarse la información de una manera más sosegada. A sentir los poros del papel con el que está fabricado. A echar el freno de mano a tanto bombardeo de noticias que el teléfono móvil nos dispara a los ojos para poder apreciarla de verdad, como quien es feliz contemplando el anochecer desde la colina de su pueblo. Es un libro para respirar profundo y darnos cuenta de lo interrelacionado que está todo, sea de la disciplina que sea. Aquí no hay ramas de conocimiento, solo puntos de vista. Y todos nos enseñan. Lo primero: a disfrutar.